jueves, 28 de mayo de 2009

Noches de bohemia y de calor




Recuerdo con especial cariño aquel verano del 89, principalmente por dos razones: la primera, que Pilar vino por primera vez a la playa en la que yo había pasado prácticamente todos los veranos desde 1974 (se dice pronto. Desde los doce años. Toda una vida), y la segunda, que hicimos nuestro primer viaje juntos, cuatro días enteros a Salou.





El verano de aquel año se presentaba tranquilo. Mi padre se había recuperado totalmente del infarto. Había adelgazado sensiblemente, ya no fumaba, ni permitía que fumáramos los demás (creo que por aquel entonces todavía era tolerante, pero lo que desde luego no admitía era que se fumara en su presencia). Estaba tranquilo y contento, sabedor de que todos estábamos pendientes de él en todo momento, dispuestos a satisfacer sus caprichos, por mínimos que estos fueran. Mis padres fueron a la playa como siempre, al principio del verano, con mi hermano, que todavía estaba estudiando, y mi hermana, que iba los fines de semana. Yo aparecí con Pilar a mediados de Julio o Agosto, en la única semana que habíamos podido coincidir en vacaciones.





Resulta curioso, y a veces complicado, presentarle la chica con la que estás saliendo a un grupo de amigos que me conocía prácticamente desde que llevaba pantalones cortos. Se producen en estas ocasiones situaciones ligeramente absurdas, como así sucedió también en nuestro caso. El típico amigo de toda la vida, que supone tener derecho de pernada, o algo así, sobre tu criterio, se permite dar su opinión. Para él, Pilar es una completa desconocida, y supone que para mí también lo es. Se permite el lujo de enumerarte las chicas con las que habrías podido salir, y que al parecer no lo has hecho poco menos que porque no te ha dado la gana. Te echa en cara que fulanita o menganita estaba por tus huesitos, y tú no la hiciste caso. Y te cuenta todo eso en el transcurso de una eterna noche, medio empapada en alcohol, cuando Pilar ha decidido irse a dormir porque estaba cansadísima, y además en la playa le pega un bajonazo de tensión que le provoca un estado de somnolencia casi permanente. Supongo que ese amigo se hubiera quedado muy contento si, en un arrebato de lucidez, yo hubiera manifestado a gritos “tienes toda la razón, no sé como he podido echarme novia sin llamarte antes para pedirte tu aprobación. Ahora mismo subo a casa, la despierto, rompo con ella, y me enrollo con fulanita”. De lo que no se daba cuenta mi improvisado mentor, era de que la tal fulanita había pasado de mí como de la mierda en un determinado momento de nuestra vida, de que no me interesaban sus opiniones baratas, y de que estaba tan enamorado de Pilar que no me apetecía otra cosa que estar con ella. De eso me dí cuenta al día siguiente, después de aquella noche triste en la que comprobé que lo que realmente le pasaba a mi amigo de toda la vida, era que estaba ligeramente molesto porque yo me había echado novia y él no.





No todo el mundo en la playa le resultaba desconocido a Pilar. Por esas casualidades de la vida, había pasado una semana varios años antes en Gandía, en compañía de Montse y su hermana Nieves, que eran tan habituales en la playa como pudiera serlo yo. Eso la ayudó bastante a hacer rápidamente migas con una parte de la gente. No obstante, no fue una semana lo que se dice perfecta, por lo que ya he contado antes. Resultaba complicado, incluso a mí, mezclar a personas de toda la vida con la persona con la que había decidido compartir mi vida en el futuro. Cumplimos fielmente con todas las etapas de lo que supone pasar unos cuantos días en la playa. Mañana tumbados al sol, rebozados en arena y con carreras esporádicas al agua, tardes de siesta o de lectura, y noches de salida a Gandía, cine de verano con el bocata en la mano, o discoteca. En aquellos tiempos destacaba por la zona una macrodiscoteca que se llamaba Hexágono, digna predecesora de todo el maremágnun bacaladero que se expandió años más tarde por toda la zona de la costa. Hexágono era un universo de música a todo trapo, vegetación exuberante, pistas de baile en forma de terrazas a distinto nivel, y barras por todas partes. Parecía una selva tropical. Personalmente, a mí me gustaba más otra discoteca que se llamaba Pampols, en la carretera de Oliva. Aunque era mucho más cutre, sin pistas exteriores, con una sola pista, y con todos los sofás manchados de fluidos de imposible catalogación, la música era mucho mejor, más en el estilo ochentero que nos gustaba a casi todos, salvo las honrosas excepciones que se daban en todo tipo de pandillas. Creo que por aquel entonces, Pampols ya estaba cerrada, por lo que no nos quedó más remedio que ir a Hexágono con toda la patulea.





Camisas de seda de colores imposibles, pantalones de pinzas, camisetas de esas negras caladas, zapatos de tacón imposible en las chicas y brillantes en los chicos...La parafernalia que rodeaba la salida nocturna a la discoteca obligaba a vestir una moda que, vista hoy en día, creo que nos haría vomitar. Por suerte, en aquella época, resultaba casi imposible hacer fotos nocturnas, porque un buen flash no estaba al alcance de cualquiera, y en todo caso, no se solían llevar cámaras a esos lugares por temor a que nos la mangaran. En la discoteca, Pilar se lo pasó bien, pero sin exagerar. Bailamos bastante poco, entre otras razones porque en la pista no cabía un alfiler, y además la música resultaba atronadora. Me resultó curioso comprobar lo que había cambiado yo con respecto a lo de hacer el cabra en la pista. Lo único que me apetecía era sentarme un rato tranquilamente con Pilar, bebernos mi Gin Tónic y su Bloody Mary (le encantaba ese combinado. Algún día os contaré lo bien que lo preparaban en un semiescondido pub de Doctor Esquerdo), y hablar en susurros de lo divino y de lo humano. Decidimos entonces volver a la playa, cuando la noche discotequera estaba en pleno apogeo. Al despedirnos, mi amigo el brasas se quejó de lo muermos que nos habíamos vuelto, etc, etc. Le dejé que hablara, que se desahogara, y después nos despedimos Pilar y yo hasta el día siguiente. No podíamos más. Al día siguiente, bajamos los primeros a la playa. Después de un par de horas, bajaron los demás, y con los ojos vidriosos y un terrible dolor de cabeza, nos contaron lo bien que se lo habían pasado con el chis-pum chis-pum hasta casi el amanecer. Es algo que nunca he terminado de comprender del todo bien. Desde que empecé a salir con Pilar, se me quitaron completamente las ganas de andar zascandileando por ahí hasta altas horas de la madrugada. Y no creo que fuera por su influencia. No. Creo más bien que ese cambio se debió a una necesidad por mi parte de pasar más tiempo con ella, sin necesidad de ningún complemente externo. Lo hemos pasado de muerte muchas veces por la noche, pero simplemente charlando con los amigos de temas más o menos trascendentales, relacionados normalmente con los hechos y acontecimientos de otros amigos que en ese momento no estuvieran presentes. Supongo que eso es algo que le ocurre a todo el mundo. Cuando estás con un grupo de amigos te dedicas a exaltar su amistad y a poner a parir a los que no tienen el privilegio de tenerte entre sus amigos.





Otra situación que se produjo durante aquella semana del 89 fue la inevitable salida al cine de verano. Programa doble, suelo de grava tapizado de cáscaras de pipas y restos de bocadillo de tortilla, sillas independientes de hierro y madera, que se acababan cuando la película era interesante, barra de bar que apagaba su luz normal y encendía una morada cuando empezaba la película, taquillera con labor de costura, acomodador que cortaba las entradas que le daba la gana, para devolver el resto al taco y defraudar así a Hacienda, carreras y gritos para coger el mejor ángulo, cervecita o coca-cola en el suelo (la mitad de las veces se derramaba), y película en rollos, que a veces se quemaba, y otras veces se volvía ininteligible porque el operador se equivocaba y cambiaba el orden de los rollos. Todo eso, y mucho más (peleas por ponerte al lado de la chica que te gustaba, carreras hacia “el establo”, una zona tipo corral techado, cuando caía una tormenta de verano, comentarios graciosos en voz alta, unas veces aplaudidos y otras chistados), era el cine “El Alamo”. Había otro, el cine Charly”, pero el que se llevaba el gato al agua era “El Alamo”. Como un ritual, fuimos todos una noche, y al ponernos la chaqueta, a eso de las dos de la mañana (la primera película comenzaba más o menos a las nueve y media, y el descanso duraba casi media hora, así que echad cuentas), Pilar y yo aprovechamos para abrazarnos y darnos calor el uno al otro. Una noche memorable.





En la próxima entrada os contaré nuestro viaje a Salou.