miércoles, 29 de abril de 2009

El día del Pilar


El día del Pilar de 1988 teníamos varias cosas que celebrar. Por un lado, hacía un año justo que nos habíamos conocido, en aquella puerta del Burguer King de Diego de León. Por otro lado, tanto Pilar como su madre se llamaban igual, y era costumbre celebrar tan señalado día con una comida. Desde ese año, sin perdonar ni uno, hemos mantenido la costumbre de comer con los padres de Pilar, unas veces en algún lugar señalado, y en muchas ocasiones en un lugar concreto, la marisquería de Sánchez Ferrero, unas veces en Alcobendas y otras en Canillas.

Salvo cuando comíamos en algún lugar diferente, o cuando tan señalada fecha nos pillaba de viaje, por coincidir con algún puente señalado (en cuyo caso siempre nos las arreglábamos para viajar con mis suegros), la costumbre era siempre la misma en la mencionada marisquería: un arrocito para trs personas, una mariscada de la casa, y un par de botellas de vino blanco, que estaban de muerte. Mientras mi suegro y yo escanciábamos las copas, mi suegra y Pilar nos ponían a pariri, y nos decían, con esa mirada crítica que tanto cargo de conciencia nos provoca a los borrachos esporádicos, que ya habíamos bebido bastante. Una vez que Sergio ya comenzaba a ser mayor, y a gustarle el cine, repetimos también ese día una costumbre que se ha mantenido también invariable durante muchos años: la asistencia al IMAX de Méndez Alvaro, con su pantalla circular de dimensiones astronómicas y sus gafas para poder ver películas en tres dimensiones. En más de una ocasión, y gracias a la velocidad y a las imágenes de las películas que se proyectaban en la superpantalla, hemos sentido cómo el arrocito y el marisco bailaban una sardana en el interior de nuestros estómagos. La sensación al ver una película con cámara colocada durante un buen rato en la primera vagoneta de una montaña rusa, resulta más dura que montar en la montaña rusa real.

Recuerdo con especial cariño dos jornadas señaladas de nuestro día del Pilar. Una se produjo hace escasamente cinco años, más o menos. Habíamos terminado de comer en nuestra marisquería preferida, y decidimos no ir al IMAX, sino al museo de la Caixa, situado más o menos cerca del restaurante. Mi suegro Pepe y yo caminábamos con nuestro puntito habitual, producido por las dos botellas de vino que nos habíamos metido entre pecho y espalda. Nuestras respectivas comentaban lo ganso de nuestro aspecto, las tonterías que hacíamos y decíamos, y Sergio, con sus ocho o nueve años recién cumplidos, se reía como un bendito de su padre y de su abuelo, perjudicados ambos por el maldito alcohol. En esas estábamos, recorrida más o menos la mitad del camino hacia nuestro lugar de destino, cuando el cielo, que hasta entonces había lucido un majestuoso y despejado tono azulado, comenzó de repente a oscurecerse, con tan mala fortuna, que a los pocos segundos comenzó a caer una impresionante tromba de agua. Tan convencidos estábamos de que nos iba a hacer un día magnífico, que ni siquiera habíamos tomado la precaución de coger os paraguas, por si acaso. La lluvia, torrencial y con una fuerza impresionante, les destrozó completamente el peinado a las dos mujeres, que habían ido ilusionadas a la peluquería el día anterior. A Pepe y a mi nos caló totalmente los trajes que ese día habíamos decidido colocarnos, sin saber muy bien porqué, porque siempre habíamos ido de sport. Más o menos arreglados, pero de sport al fin y al cabo.

Creo que jamás he visto bajar tanta cantidad de agua por una calle como aquel nefasto día. Pe3pe y yo nos despejamos de repente, nos olvidamos de nuestra leve cogorza, y emprendimos una alocada carrera, cogiendo a Sergio medio en volandas, a la búsqueda de algún lugar en el que refugiarnos. Como era de esperar, llevábamos zapatos nuevos, con los cuales la simple acción de correr se convertía en toda una tortura para nuestros pies. El agua se abría camino hasta la planta, en la se producía un chapoteo cada vez más pronunciado. A todo esto hay que añadir que Sergio, a pesar de la lluvia, se iba meando literalmente de la risa que le entró al ver a su patética familia inundada de los pies a la cabeza. La fatalidad había querido que caminásemos por una calle no solo sin locales comerciales, sino ni tan siquiera con un alero o con un árbol salvador. Tuvimos que correr un buen trecho hasta llegar al porche de un colegio, lugar en el que recalamos para hacer un recuento de destrozos y de bajas en nuestra vestimenta. Las mujeres emitían “uuuuuuuu...” de disgusto y consternación, mi suegro y yo nos quitamos los calcetines para exprimirlos e intentar secarlos un poco, y el bueno de Sergio, que gracias a los esfuerzos de su abuelo y mío era el que más airoso había salido del aguacero, se reía sin parar. Aquello no nos amilanó lo más mínimo. Después de haber repuesto en cierto modo nuestro aspecto, y una vez que la puñetera nube pasó de largo, eso sí, reemprendimos nuestro camino hasta Cosmocaixa, donde pasamos una tarde de lo más agradable roncando admirablemente en el planetario.

En otra ocasión, cuando Sergio apenas contaba con uno o dos años, llevamos a mis suegros a “La fonda”, un magnífico restaurante catalán situado en Príncipe de Vergara, hoy en día ya cerrado, que habíamos descubierto Pilar y yo cuando éramos novios. Un lugar elegante, sofisticado, y no demasiado caro, en el que habíamos reservado mesa para cinco con una semana de antelación.

Llegamos al restaurante al filo de las dos y cuarto, la hora a la que habíamos reservado. En el trayecto desde casa al lugar de la celebración, de una duración de apenas quince minutos, Sergio había aprovechado para dormirse en el coche. Aquello me escamó un poco, porque los despertares de Sergio siempre eran violentos, pero en fin, no le di demasiada importancia. Cuando aparcamos el coche, sacamos la silla, porque Sergio se despertó sin demasiadas ganas de andar, aunque ya lo hacía, y como una persona mayor. Entramos en “La Fonda”, y desde la misma puerta, un amable maitre, escrupulosamente trajeado, nos acompañó hasta la mesa que habíamos reservado. Sergio dormitaba. Sonaba una música ambiente suave, la temperatura del local era la ideal, no se escuchaba una mosca por parte de los comensales... El selecto lugar impresionó a mis suegros, que no lo conocían. El maitre cogió cuatro cartas, apartó las sillas de las señoras, y solicitó amablemente que nos sentáramos. En aquel momento, Sergio se convirtió, literalmente, en un geiser humano, algo que solía sucederle cuando se quedaba dormido en el coche, como ya he comentado anteriormente. Jamás he visto una vomitona (bueno, sí, en otra ocasión que ya aparecerá por estas páginas) del calibre de la que aquel día del Pilar vertió mi hijo sobre sus parientes más cercanos, sobre un amable maitre catalán, y sobre todo un mantel bordado a mano. Resultó increíble. Mi suegra gritó un “uuuu...” de terror cuando el biberón que se había tragado la criatura a media mañana, decidió por su cuenta salir a ver mundo. Nos quedamos todos de piedra, incluido el maitre y, por supuesto, los comensales, que apagaron sus conversaciones para observar el fenómeno. El buen hombre intentó convencernos de que nos quedáramos, de que no pasaba nada, de que se cambiaba el mantel y listo, pero mientras decía esto, yo olisqueaba el fuerte olor a leche agria que estaba empezando a emanar de mi hasta entonces impoluto traje, y Pilar me hacía gestos con la cabeza para decirme que saliéramos de allí escopetados. Me inventé la excusa de que teníamos que llevar al niño a urgencias, porque aquella vomitona no era normal, y salimos del restaurante, corridos, avergonzados, y con un hambre de mil demonios. Mientras volvíamos a casa en coche (lógicamente, no podíamos ir a ningún otro lugar), nos entró la risa, esa risa floja que te entra en las situaciones más patéticas. Hasta el cabroncete de Sergio se descojonaba, como si entendiera perfectamente el tinglado que había liado.
Ni que decir tiene que jamás volvimos a “La Fonda”, ni solos Pilar y yo ni, por supuesto, en familia. Cada vez que nos lo planteamos, pensamos que hubiera sido muy vergonzoso que aquel pobre maitre nos hubiera saludado diciendo “Buenos días. ¿Se ha recuperado ya nuestro pequeño geiser humano?"

jueves, 23 de abril de 2009

Pequeño inciso sentimental






Permitidme un pequeño inciso en esta especie de recordatorio vital que estoy compartiendo con vosotros. Como ya os habréis dado cuenta los que leéis este blog, la mayor parte de las entradas están precedidas por una fotografía de Pilar. Intento mantener una línea cronológica en las mismas. Hasta el momento han salido tal y como nos conocimos al principio, una imagen que nada tiene que ver con la de la madurez, o con la época en la que nos casamos, o con la época en la que nació nuestro hijo Sergio. Pilar se ha mantenido siempre joven, con una tersura en la piel que despertaba la envidia de familiares y amigos, y si bien en estas fotografías iniciales parecía una mujer hecha y derecha (tal y como era, por otro lado), a medida que iba madurando se iba poniendo más guapa, tal y como podréis comprobar en el futuro, si es que no os aburrís antes, y dejáis de leer estas páginas tan mías como vuestras.

La elección de las fotografías de portada a los artículos me ha supuesto desde el principio un pequeño quebradero de cabeza, y os explico la razón: tras el fallecimiento de Pilar, y una vez que decidí embarcarme en esta aventura, lo primero que hice fue tratar de ordenar los recuerdos, representados por las fotografías y por los pequeños diarios que realizábamos de nuestros viajes, materializados en dos o tres folios, mecanografiados a máquina en los ratos libres de los que Pilar disfrutaba en su trabajo, o garabateados a mano en diferentes cuadernos que se han ido poniendo amarillentos por el tiempo implacable que ha transcurrido desde que se escribieron. Buscando y rebuscando por toda la casa, descubrí, con cierta sorpresa y bastante decepción, que en realidad se conservaban bastantes pocas fotografías de aquella época. Encontré varios paquetes de diapositivas, pertenecientes a un período, entre 1988 y 1989, en la que me dio por utilizar este sistema de fotografía. Las diapositivas, proyectadas en una pantalla o en una pared, resultaban espectaculares, pero lógicamente, pasarlas a formato digital representaba un pequeño engorro, o eso creía yo, hasta que descubrí un scanner en la empresa en la que trabajo, que facilitaba esa labor. Gran parte de las fotografías que han aparecido hasta el momento proceden de esas diapositivas, y a medida que avancemos irán apareciendo más.

Otra fuente de información y de recuerdo la constituyen apenas tres o cuatro álbumes de fotografías, de aquellos que tenían hojas adhesivas con una lámina de plástico transparente que tapaba el conjunto una vez finalizada la labor de disponer las fotografías sobre las hojas. De esta manera he conseguido también, al escanearlas, bastantes imágenes que ya no recordaba.

No obstante, después de rebuscar documentos y fotografías, echaba en falta bastantes momentos de los que habíamos pasado juntos, no solo viajes, sino excursiones, e incluso alguna que otra reunión con amigos o familiares. Como podéis comprender, uno no recuerda todas las ocasiones en las que se han realizado fotografías de un determinado acontecimiento, pero sí es capaz de recordar ciertos acontecimientos en los que sí que era seguro que se habían tirado fotografías, y yo echaba en falta bastantes de esos momentos. Por concretaros un poco más este punto, yo era incapaz de encontrar las fotografías que hicimos en Lanzarote, posiblemente nuestro primer viaje juntos, en el que tiramos al menos la fotografía que tengo enmarcada en mi cuarto, y que apareció en uno de los primeros artículos de este blog.

Se puede decir que en aquel momento, consciente de que faltaban documentos gráficos, sufrí una especie de “ligera ansiedad”, y me propuse emprender una búsqueda implacable, en un intento de reforzar esa limitada memoria que tenemos todos, y que tanto nos puede ayudar para mitigar la tristeza que ha supuesto la pérdida de la persona querida. Os parecerá mentira, pero he conseguido, con esa técnica, difuminar de mi cabeza la imagen de Pilar de los últimos meses de la enfermedad, y conservar intacta la imagen de vitalidad que siempre ha tenido. Con ese ánimo, indagué en la ingente cantidad de álbumes que tiene mi padre, y descubrí con sorpresa fotografías que ni siquiera sabía que existían, o que ya daba por olvidadas desde mucho tiempo atrás. Mi hermana Laura, en ocasiones gran colaboradora de este blog gracias a su buena memoria, me entregó también una buena cantidad de fotografías, pertenecientes a las ocasiones en las que habíamos salido juntos los cuatro, Pilar, mi hermana, mi cuñado Javier y yo.

Tras esta recolección, con su correspondiente rapiña por las casas familiares, me quedé sin embargo con la sensación cierta de que había recuperado una parte, pero que me quedaba todavía el trozo más importante del pastel. Me resultaba difícil de creer que todos esos recuerdos no estuvieran escondidos en algún lugar, y puse prácticamente la casa patas arriba para tratar de encontrarlos. Había algo que no me cuadraba. Me resultaba difícil de asimilar que Pilar, que era tan metódica y ordenada, no tuviera controlada la situación. Puede que os cueste entenderlo, porque no habéis tenido la inmensa suerte de convivir con ella, pero para mí estaba claro que algo fallaba, que no podía ser. Finalmente me resigné a que el grueso de las fotografías debía de estar en algún lugar de la casa de Albalate, y con esa idea me mentalicé de que ya buscaría el próximo verano. Es decir, que empecé a olvidarme del asunto.

El lunes pasado, haciendo limpieza en la parte alta de un armario de la habitación de Sergio, apareció una caja de plástico de considerables dimensiones, oculta en un rincón que no se veía desde el nivel del suelo. Ya podéis imaginar lo que contenía la susodicha cajita. Varios cientos de fotografías en papel, de todas las épocas y de todos los tamaños, sueltas unas y agrupadas con otras de la misma fecha, encuadernadas otras en pequeños álbumes amarillos, de los que regalaban cuando revelabas un carrete en un laboratorio de fotografía, metidas en sus correspondientes sobres otras, con sus negativos y todo...

Empecé a mirar fotografías, con el corazón latiéndome deprisa al descubrir de nuevo viajes, situaciones y rincones que ya creía olvidados. Lo que hasta entonces había realizado como una actividad en cierto modo dosificada, viendo las fotografías poco a poco durante los tres últimos meses, se convirtió el lunes de repente en un vendaval de imágenes, en un atracón visual. Aquello, como no podía ser de otra manera, terminó como el rosario de la aurora. Después de estar mirando, durante cerca de una hora, un sin fin de fotografías en las que Pilar derrochaba vitalidad y alegría por todos y cada uno de los poros de su piel, acabé como el protagonista de “Cinema Paradiso”, es decir, llorando a lagrimón libre. Allí estaban el viaje a Lanzarote, el viaje a París con mi hermana y mi cuñado, excursiones a los alrededores de Madrid, rincones de Albalate, Pilar abrazada a mí, Pilar sonriendo con esa picardía alegre que tanto utilizaba para posar, Pilar pasándoselo bien con los primos de Burgos, con los padres del Ramón y Cajal...

Cuesta ver las imágenes de un ser querido cuando nos ha dejado, os lo aseguro, pero también gratifica enormemente. Es entonces cuando empiezas a hacerte verdaderamente consciente de que todo lo que has vivido merece la pena, de que un instante de felicidad como el que se refleja en una determinada imagen, compensa cualquier tristeza que se nos pueda presentar. Nunca he tenido tan presente la frase de Bourdakian que encabeza este blog, como en el momento en que descubrí ese aluvión de momentos felices. Como muy bien dice una compañera que en estos momentos está atravesando por momentos duros con la salud de su marido, la vida no es una fiesta, pero yo matizaría que, durante mucho tiempo, es como si lo fuera.

Cuando le dije a mi suegra que habían aparecido las fotos, no le sorprendió en absoluto. “Ya sabía yo que estarían guardadas en algún lugar. Pilar lo dejó todo atado y bien atado”.

Es verdad.

miércoles, 15 de abril de 2009

Ricos y famosos


Las cosas no me iban del todo bien en el trabajo. Llevaba demasiadas obras de restauración y rehabilitación, y los trabajadores que contratábamos, a un precio muy barato, no eran precisamente de los que pudieras dejar solos a cargo de un tajo. Me sentía muy presionado. Los diferentes clientes telefoneaban a la empresa, la empresa me localizaba a mí por medio de un busca que me obligaba a telefonear estuviera donde estuviera (un busca arcaico, que emitía un pitido, sin mensaje ni nada que se le pareciera. Cuando sonaba el pitido, había que llamar. Así de antiguo y así de simple).

Entre el busca, la presión, y la madre que parió a este oficio de la construcción, estaba nervioso durante prácticamente toda la semana. Ganaba más del doble, pero no me compensaba en absoluto. Fue una de las primeras ocasiones en las que concluí que es más importante estar a gusto que ganar mucha pasta. Pilar y yo ahorrábamos bastante, ya que, por cuestión de horarios y de situaciones de nuestras respectivas empresas, no nos veíamos todos los días, como antes. Empezábamos, a pesar de no llevar ni siquiera un año juntos, a hablar de nuestro futuro. La verdad es que yo no lo veía demasiado claro. Vislumbraba que iba a estar poco tiempo en esa empresa.

Recuerdo una tarde en la que había tenido un follón de tres pares de narices en una de las obras de reforma. Estaba cabreado, muerto de cansancio, y casi sin ganas de ver a Pilar. Al salir, con la intención de coger el coche e ir a buscarla, me encontré a la buena de Pilar apoyada en el Peugeot 205 rojo. “Vaya -le dije-. Qué sorpresa”. Yo iba con un compañero, así que inicié las correspondientes presentaciones- “Aquí fulanito, aquí Pilar”, dije. Fulanito estrechó la mano de Pilar, saludando amablemente, y ella, sin decir nada, empezó a llorar a lágrima viva. Yo la abracé, fulanito se despidió para dejarnos solos a nuestra bola, y Pilar, entre sollozo y sollozo, me contó que había tenido una bronca muy grande en la agencia de publicidad en la que trabajaba, porque al parecer había que sacar una campaña fuera como fuera, y se habían tenido que quedar, o se iban a quedar, no recuerdo bien, un par de días con sus correspondientes noches para poder entregar el trabajo a tiempo.

La época de felicidad de nuestras tardes en Santa Engracia y sus aledaños había pasado a la historia. Teníamos más dinero (“cuando éramos ricos y famosos”, solía decir Pilar al recordar este periodo), pero también más presión en el trabajo. Era una época incierta, recién salida de una crisis que había durado prácticamente hasta el 86, y precursora de la crisis que se nos avecinaba en los primeros 90. Todo el mundo se colocaba, no había problema, y algunos, como había sido mi caso, en un par de empresas, una de mañana y una de tarde, pero las condiciones de trabajo eran muy duras. Resultaba muy extraño acabar la jornada antes de las diez de la noche. Las oficinas, cualquier oficina, bullían hasta prácticamente la hora de cenar, y cuando llegaba la hora de cerrar el mes, la gente se quedaba hasta que amanecía al día siguiente. No era una situación diferente a la que se vive ahora, pero a nosotros nos pillaba de nuevas, por así decirlo. Pilar no estaba acostumbrada a echar horas en la empresa de publicidad en la que trabajaba antes de cambiarse a esta, y yo llevaba solo un par de años dando bandazos por esos mundos de Dios de la construcción, por lo que tampoco estaba acostumbrado.

Aquella famosa tarde del disgusto de Pilar estuvimos los dos bastante tristes, debido a la presión de nuestros entornos laborales respectivos, pero por otro lado, nosotros siempre buscando el lado positivo de las cosas, nos sirvió para darnos cuenta de que estábamos los dos más unidos que nunca. Nada une más que la adversidad, y la bronca que le habían echado a Pilar, unida a la presión a la que me sometían a mí mis jefe, nos unió como una piña. Nos planteamos cambiar de trabajos, montarnos por nuestra cuenta, irnos a vivir a otro lado y empezar desde cero los dos juntos... No recuerdo bien el sin fin de conjeturas que nos hicimos aquella noche triste, entre trago y trago del zumo del Elkes que nos habíamos pedido. Supongo que es algo normal entre dos personas que se conocen, que se quieren, y que tienen una vida paralela al mundo de yuppi que se han montado al empezar a salir. Supongo también, y eso lo pensé bastante tiempo después, que en ese momento estábamos empezando a bajar de la nube en la que nos habíamos montado, y que empezábamos también a compartir tanto las alegrías de cada uno como las tristezas. Tuve una sensación extraña aquella noche. Pilar siempre ha sido fuerte. Muy fuerte, diría yo, a tenor de los acontecimientos y de los sinsabores que hemos tenido de vez en cuando, pero en aquella ocasión se me presentó con toda su franqueza, mostrándome sin ningún pudor, y sin importarle un carajo la presencia de mi compañero de trabajo, un momento de fragilidad que a mis ojos, en aquel momento, la hizo un poco más humana de lo que ya era. Estábamos madurando en nuestra relación. Nos habíamos ahorrado, a causa de la edad en la que habíamos empezado a salir, todos los malos rollos y tonterías que se tienen cuando se vive una relación desde una edad muy temprana. Nosotros ya éramos personas hechas y derechas, con nuestras miserias, nuestras flaquezas, y nuestras responsabilidades laborales, que en aquel momento eran muchas y variadas.

Aquella tarde tuvimos los dos muy claro que nos teníamos el uno al otro, y a partir de aquel momento, yo le contaba a Pilar todo lo relacionado con mi trabajo, y ella todo lo relacionado con el suyo. Aprendimos a valorar así el ambiente laboral de cada uno, y establecimos esa complicidad en todos los aspectos que ha presidido nuestra vida juntos. Perteneciendo a dos mundos completamente diferentes (una agencia de publicidad comparada con una constructora es como comparar a Dios con el diablo. No nos olvidemos de que la construcción es el paso previo a la delincuencia), respetábamos profundamente el papel que cada uno de nosotros tenía en su empresa. Al día siguiente, todas las conjeturas vitales que nos habíamos hecho se esfumaron en el olvido. Los jefes de Pilar pidieron disculpas por el chorreo inmerecido, se pusieron más días de plazo para entregar la campaña, y todos contentos. Yo tuve un buen día, de esos en los que parece que todo sale bien, así que, cuando nos vimos, estábamos los dos contentos, y pudimos dedicarnos a pensar en otras cosas no tan trascendentales como nuestro futuro. Organizamos un poco las navidades de aquel año, que ya estaban cerca, y miramos unos cuantos escaparates, buscando ideas para regalar. El nubarrón laboral y ético había pasado de largo, al menos por el momento, dejándonos en todo caso con la sensación de que éramos, los dos juntos, un poquito más fuertes que por separado.

viernes, 3 de abril de 2009

Albalate


Mis circunstancias laborales habían hecho imposible nuestra escapada a Mallorca durante aquel verano de 1988, pero gracias a eso, tuvimos la oportunidad de pasar un par de semanas en Albalate de Zorita, el lugar de nacimiento de mi suegra, Pilar.

Resulta difícil describir las sensaciones que me produjo mi primera visita a Albalate. Como buen urbanita que era, había viajado muy poco a una zona rural. Por aquel entonces, se puede decir que prácticamente no existía la afición mundial por el turismo rural. Los ciudadanos se quedaban en sus casas, y los que eran de algún pueblo viajaban al mismo para pasar largas temporadas. Pilar estaba muy contenta al enseñarme el entorno en el que había pasado gran parte de su infancia, sobre todo durante los meses de verano.

Lo primero que me impresionó fue la llegada a la casa de mi suegra. Una puerta metálica de dos hojas daba paso a un ancho pasillo, de más de dos metros, solado con baldosa de garbancillo y cubierto por un emparrado impresionante. Desde ese lugar no se ve la casa. Hay que avanzar unos diez o doce metros para acceder a un patio, situado frente a la casa propiamente dicha. La casa tiene dos plantas, además de la planta baja. Resulta complicado llegar a esa casa y que no haya nadie sentado bajo el porche de la entrada, en un marco rodeado de los rosales y otras plantas que tan profesionalmente cuida Pepe, mi suegro. O la sombra de un níspero, que da fruto como el que más, en una silla de mimbre de esas de media circunferencia que invitan a roncar sin ninguna consideración. Normalmente, los que están sentados, la mayor parte de las veces parte de la numerosa familia de Pilar, callan cuando escuchan la puerta metálica de la entrada, señal inequívoca de que ha entrado alguien. Cuando el visitante es de confianza, desde la misma zona del emparrado, sin que nadie de los que están sentados en el porche haya podido verle todavía, anuncia su llegada, para romper el silencio de los que esperan, que le reciben con cariño. Han sido innumerables los viernes por la tarde, en verano, en los que he llegado, casi siempre a la misma hora, y Pilar y Sergio me esperaban en ese porche, ella descansando, y Sergio jugando con sus playmobil, sus “masillas”, como les llamaba a unos inclasificables muñecos que le compramos una vez, o el juguete que estuviera de moda en aquel momento.

Aquella primera vez se produjo una verdadera avalancha de familiares que querían conocerme, y que pasaban el verano en el pueblo. El primero al que vi fue a Angel, uno de los hermanos de Pilar madre, que me contó que, antiguamente, cuando venía un forastero que se había echado de novia a una del pueblo, tenía que pagar “la patente”, o sea, invitar a una ronda a todos los parroquianos y familiares de la chica, si no quería arriesgarse a que le echaran al pilón. El tal pilón resulta ser una fuente árabe antiquísima, situada junto a la carretera que atraviesa el pueblo, y que tiene un sistema de llenado y de vaciado sumamente curioso. En un par de ocasiones tuvimos Pilar y yo la oportunidad de visitarla por dentro. El laberinto de galerías de piedra que discurre por el interior es realmente una obra arquitectónica digna de estudio.

Albalate está situado en plena comarca de la Alcarria, en una zona que, en la antigüedad, estaba dominada por un lugar llamado Zorita de los canes, y que hoy es el pueblo más pequeño de la zona. La central nuclear de Zorita, la primera de España. Se sitúa al lado mismo del río Tajo, en uno de los lugares de más anchura de esta vía de agua. Desde el castillo de Zorita, en ruina absoluta, se puede ver un paisaje espectacular, con el Tajo a nuestros pies, y la Recópolis, un asentamiento visigodo que, por aquel entonces, aún no se podía visitar. Pilar estaba encantada, explicándome cada uno de los lugares que visitábamos, su historia y, sobre todo, las tradiciones de su infancia que estaban ligadas a él. Me enteré así que, de pequeña. Hacía excursiones de vez en cuando, a patita, a la fuente de San Antonio, situada cerca de Almonacid de Zorita, el pueblo vecino a Albalate. También organizaban excursiones a la presa de Bolarque, un entorno que constituye también una importantísima obra de ingeniería, nacimiento de lo que es el trasvase Tajo-Segura. Cuesta asimilar, cuando se observa por primar vez, que por los dos gigantescos tubos metálicos situados en la falda de la montaña pueda ser bombeada el agua, que llega hasta el pantano de la Bujeda, situado a una cota superior a la del pantano de Bolarque, para que desde allí se introduzca en un canal que llega hasta la misma Murcia.

Pasamos unos días inolvidables en Albalate. Conocí a un gran número de primos de Pilar, y a sus allegados, y visitamos casi todos los rincones de la comarca. Descubrí también el silencio nocturno por primera vez en mi vida. Hasta aquel momento, no había sido capaz, como buen urbanita que era, de sustraerme al murmullo nocturno, cuando no ruido, de una gran ciudad. En Albalate lo conseguí. Un silencio que se podía mascar. Probé varias camas, situadas en la zona alta. Mi primera siesta, en una habitación de la que me habían advertido que hacía calor, resultó desastrosa, al despertarme empapado en sudor. Finalmente me decidí por una cama situada justo encima de la habitación de mis suegros. Por lógica, todavía no hubiera estado bien visto, y así lo decidimos Pilar y yo, que durmiera en la misma habitación que mi novia desde hacía menos de un año. No me importó en absoluto. Aquella cama era, y es todavía aún hoy, un remanso de meditación trascendental. No recuerdo haber dormido tanto y tan profundamente en ningún otro lugar. Algunas veces, superada ya aquella primera vez, me levantaba a la una del mediodía para comer, me echaba después la siesta, me levantaba a la hora de cenar, y volvía a acostarme hasta el día siguiente. Como si me hubiera picado una mosca tse-tse.

Pilar estaba a sus anchas en el pueblo. Todo el mundo la quería con locura, y nuestros trayectos hasta el supermercado, el puesto de los churros, o el puesto de periódicos, se hacían interminables, ya que se paraba cada dos pasos a saludar y a presentarme. A Albalate bajn a comprar, sobre todo en verano, los habitantes de la Nueva Sierra de Madrid, al parecer la urbanización de chalets más grande de Europa, y una de las más antiguas. Por el “Mar de Castilla”, se conoce también a un lugar invadido de pinares, granito y el agua de los dos pantanos que lo bañan.

Albalate supuso una parte muy importante de nuestra relación. A pesar de que era de Madrid (y gracias a esa circunstancia me libré de pagar la patente que me pedía Angel), Pilar tenía hondas raíces en aquel lugar. Toda su infancia y adolescencia habían estado marcadas por sus salidas a los pueblos de la zona, por las fiestas de verano, por su primera (y única) moto, por sus amigos, por sus primos, y sobre todo sus primas, con las que compartió habitación en muchas ocasiones, por su familia y por todo aquel entorno de una serenidad y una paz que resultaba imposible encontrar en Madrid. De aquel primer contacto quedó una película grabada con una descomunal cámara Sony, que creo que se ha perdido en los infiernos de las diferentes mudanzas. En la misma se nos veía trotando por el Noguerón a Pilar, a sus primos y a mí, en lo alto del castillo de Zorita, en la puerta del cementerio y en otros lugares emblemáticos. Es muy probable que algún día aparezca, no lo descarto.

Albalate surgirá muchas veces en esta página. Gran parte de nuestra vida juntos transcurrió en ese lugar.