jueves, 21 de mayo de 2009

El gran susto del 89


Pasó la Semana Santa, y comenzó la fase de calor. Aquel año parecía querer adelantarse el verano. Recuerdo con especial desasosiego los trayectos con aquel coche sin aire acondicionado, de una obra a otra, cada vez más numerosas y más alejadas, con el cigarrillo asomando siempre por la ventanilla, el volante al rojo vivo, y una cinta de cassette sonando a todo trapo, mientras no se atascara, en un vetusto radiocassette de varios kilos de peso. Por aquel entonces escuchaba indiscriminadamente a Camarón, Miles Davis, Asfalto, Iceberg, Sisa, Charlie Parker y otros indocumentados de esa ralea. La cosa cambiaba cuando recogía a Pilar, que ponía cintas de Black, Serrat, Roberto Carlos, y otra fauna bastante más elegante que la que me atraía a mí. Su presencia en el coche servía para dignificarlo. Siempre me echaba la bronca si llevaba planos o papeles desparramados por el asiento trasero sin orden ni concierto, y me obligaba a colocarlo todo antes de movernos. De vez en cuando abría el maletero, y colocaba todo en un orden perfecto, que yo siempre he sido incapaz de conseguir. Era ella la que compraba el ambientador adecuado, la que daba la orden de llevarlo a lavar, la que limpiaba la guantera de papeles y todas esas menudencias inútiles que llevamos todos.

Un sábado indeterminado, entre Semana Santa y verano, quedamos con Montse y Javier, Luis y Feli, etc, y pasamos la tarde en casa de estos últimos. Una tarde muy agradable, que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Al volver a casa, después de dejar a Pilar en la suya tras una larga charla en el coche (era otra costumbre nuestra. Nunca encontrábamos el momento para despedirnos del todo, salvo en las escasas ocasiones en las que había un mosqueo de por medio), me encontré con una imagen de esas que jamás olvidas, porque se te queda grabada en la memoria como a fuego: mi madre, en pijama, surgió de la oscuridad del pasillo, llorando, y me dijo que a mi padre le había dado un infarto.

Al susto que me produjo la situación, sobre todo porque lo último que esperaba era que mi madre estuviera despierta a tan altas horas de la madrugada, hay que unir la gravedad de la noticia, soltada además así, de sopetón, sin anestesia ni nada. No nos olvidemos de que, en aquella época, los teléfonos móviles eran todavía una quimera inalcanzable. Recuerdo que el corazón empezó a latirme deprisa, mientras mi madre empezaba a contarme parte de los detalles, pero sin entrar en muchas profundidades. Tan nervioso estaba, que no se me ocurrió otra cosa que llamar a la Clínica Puerta de Hierro, lugar al que le habían llevado, para preguntar sobre su estado, y sin tener en cuenta para nada la hora que era. La amable enfermera que me cogió el teléfono (otra cualquiera me habría mandado lejos por telefonear a esa hora) me dijo que mi padre seguía en la UVI, pero tranquilo y completamente estabilizado. Se lo dije a mi madre, que se quedó más tranquila ante la noticia y dejó de llorar, y yo me quedé con la duda de si llamar a Pilar o no para contárselo. Por suerte se impuso la cordura, y decidí dejar que descansara.

Aquella noche, como no podía ser de otra manera, dormí poco y mal, y me desperté al día siguiente más cansado de lo que me había acostado. Nada más despertarme, llamé a Pilar y le conté lo ocurrido. Inmediatamente me dijo que se venía conmigo a la Clínica Puerta de Hierro. Yo le dije que no, que lo dejara, que ya le contaría por la tarde, pero insistió, y después de poco más de una hora, la recogí y nos fuimos para allá.

Mi padre estaba en la UVI, y solo se podía pasar de uno en uno. Cuando me tocó el turno, después de mi madre y de mi hermana, me calcé esos patucos de plástico que dan en los hospitales, y entré en la sala. El pobre estaba entubado de arriba abajo, y cuando me vio no pudo evitar emocionarse.
El infarto de mi padre marcó un antes y un después en su vida. Había empezado a sentirse mal en el chalet de un amigo, en los Negrales, después de comer y de echar una partida muy suave al frontón. Achacó al principio el malestar a la comida, pero cuando tuvo que acostarse porque no aguantaba más, mi madre insistió para que el amigo pidiera una ambulancia. De no ser por la intuición y la insistencia de mi madre, es muy posible que no lo hubiera contado.

Apenas estuvo un par de días en la UVI. Enseguida, el martes o el miércoles de la semana siguiente, le pasaron a una habitación. Pilar y yo íbamos a verle casi todos los días. Era la primera vez que ocurría algo grave en mi familia, y estábamos todos muy sensibilizados. Recuerdo aquellos días con una gran carga de tristeza, porque las cosas también empezaron a torcerse en la empresa. Cada vez había más trabajo, yo tampoco tenía demasiada experiencia, y eso hizo que se complicaran las cosas. Por suerte, Pilar seguía a mi lado, a pesar de que, supongo que inevitablemente, debido a lo de mi padre y a la triste situación en la empresa, mi carácter cambió. Ella estaba llena de optimismo, a pesar de que también en su empresa las cosas estaban empezando a ponerse duras, con una carga de trabajo excesiva y una presión sobre los empleados fuera de lo normal.

Con el paso del tiempo, nos dimos cuenta de que a mi padre le había dado un infarto terapéutico. A raíz de aquello, dejó de fumar y adelgazó un montón de kilos. Lo peor fueron las secuelas, ya que tanto mi cuñado Javier como yo tuvimos que dejar de fumar también, porque de fumarse más o menos un paquete de Winston diario, mi padre pasó a convertirse en un allatola antitabaco, actitud que mantiene incluso hoy en día. El caso es que mejoró ostensiblemente su salud, salió pronto de la Clínica Puerta de Hierro, se hizo sus correspondientes pruebas de fuerza y análisis, y todo volvió a la normalidad. El médico que le trató le dijo que había visto anginas de pecho peores que su infarto, pero que de todos modos se cuidara, y lo hizo. Vaya que lo hizo. Para eso estaba además mi madre, ojo avizor ante cualquier cosa que pudiera perjudicarle, tanto a nivel de alimentación, como en lo que se refiere al ejercicio diario.

La actitud de Pilar en aquellos momentos duros de mi vida fue la de estar a mi lado en todo momento. Conocíamos muchas parejas que, llevando incluso más años de relación, se habían venido abajo ante cualquier problema que tuviera uno de ellos, y yo había llegado incluso a pensar en aquella época que estaba sometiendo a Pilar a una prueba muy dura. Estaba por aquel entonces muy lejos de conocer todavía la categoría real de la persona con la que había decidido compartir mi vida. Lo de mi padre, que a mí se me había hecho un mundo, no era casi nada comparado con todo lo que vendría después, y no me refiero a los dos últimos años, sino a acontecimientos, no muy lejanos en el tiempo, a los que les llegará el turno en próximas entradas. Era la primera vez que sufríamos una situación de enfermedad familiar grave de un pariente cercano, aunque ella había tenido la experiencia de sufrir la muerte de su tía Amadora y de uno de sus hijos, ambos de cáncer. Una experiencia terrible. Estaba, por así decirlo, más acostumbrada al dolor que yo, que jamás había vivido una experiencia ni siquiera parecida. Esa madurez de Pilar me ayudó mucho a sobrellevar con más o menos entereza todo el asunto de mi padre.