jueves, 7 de mayo de 2009

Navidades del 89


Las navidades de 1989 marcaron un antes y un después en nuestra forma de celebrar esa fiesta tan señalada. Hasta aquel momento, por ejemplo, tanto Pilar como yo teníamos la costumbre de salir, la noche de fin de año, a multitudinarias fiestas en grandes discotecas, o en las que organizaba la Facultad de Medicina en el Hospital 1º de Octubre. Aquel año, como voy a contar más adelante, acabamos con esa costumbre.

Nuestra relación era todavía lo suficientemente joven como para que cenáramos juntos, cada una de las noches señaladas, con su familia o con la mía. Esa costumbre la adquirimos varios años después, cuando comenzamos a vivir juntos. Aquel año nos limitamos a llamarnos por teléfono la noche de Nochebuena, y a vernos, para ir al cine, la tarde del día de Navidad. El resto de las fiestas disfrutamos de unos cuantos días de vacaciones, y nos dedicamos, como dos niños, a recorrer los lugares emblemáticos de Madrid en navidad, como los distintos nacimientos que se colocan en todos los lugares y, sobre todo, Cortylandia, que por aquel entonces todavía merecía la pena.

A medida que pasaban los días se iba acumulando en nuestros cuerpos, sobre todo en el mío, la grasa contenida en mazapanes, polvorones, turrones de todos los sabores, y dulces de dudosa procedencia, envueltos, eso sí, en brillantes papeles de colores. Visitas a la Plaza Mayor, donde dos primos de Pilar, Sonsoles y Román, montan un puesto de belenes todos los años, chocolate con churros en cualquier cafetería de la zona (excepto en San Ginés. Es algo que jamás entenderé: la fama que tiene este establecimiento, cuando su chocolate es con mucho el peor que se sirve en Madrid, sus churros famélicos, y el ambiente siempre desagradable. ¡Y encima te lo sirven en vasos de plástico, por el amor de Dios!), compras compulsivas de todo tipo de regalos, y objetos de artesanía que quedan muy bien en el puesto correspondiente, pero fatal encima de la televisión de tu casa, y todo lo que, en definitiva, se suele hacer en navidades. Ni que decir tiene que la paga extra de aquel año voló como por encanto con tanta salida y tanta compra absurda, pero no nos importaba, porque éramos felices como lombrices, y las luces y la musiquilla machacona nos decían que no pasaba nada, que era navidad, y que había que gastar.

Sirva todo lo dicho anteriormente como una especie de ironía sobre nuestra actitud ante la Navidad. Aquel primer año no nos conocíamos todavía en profundidad. Nos estábamos tanteando mutuamente, y a veces nos callábamos nuestras opiniones, por prudencia, y sobre todo por respeto al otro. La verdad es que nunca nos ha gustado la Navidad. Aparte del frío y la lluvia, algo que Pilar odiaba en profundidad, siempre hemos considerado la Navidad como una descarada manifestación comercial y derrochadora. Empezamos a disfrutarla algo cuando Sergio era pequeño, y le llevábamos a la cabalgata, a los belenes o a cualquier otro lugar destinado a chavales, pero aún en esos momentos nos ha costado disfrutar. Pilar siempre decía que era absurdo ese espíritu de cordialidad, de jovialidad, de amor al prójimo, cuando el resto del año la gente iba a seguir dándose de puñaladas. Disfrutábamos en familia, eso sí, de las cenas y las comidas, todos juntos, recordando anécdotas de la infancia y recordando, y ese es el momento más triste del año, a los seres queridos que ya no estaban con nosotros. La Navidad siempre suponía, tanto para Pilar como para mí, un cierto estado de ánimo cercano al cansancio, a la saturación comercial y a la tristeza. Hemos procurado, todos los años, realizar alguna escapada entre fiestas, por aquello de desconectar por unos cuantos días de la locura colectiva que se apodera de nosotros desde casi septiembre, fecha en la que empiezan a aparecer los turrones en las estanterías del Carrefour.
Aquel año, la noche de fin de año tuvo un desarrollo especial, porque, como ya he dicho más arriba, fue la última de una etapa y la primera de otra diferente. Quedamos con unos buenos amigos, Maricarmen, su novio Emilio, mi primo Juan Antonio y Maise, su novia por aquel entonces, con la intención de buscar algún lugar en el que meternos. Habíamos desestimado por completo la idea de acercarnos a la fiesta organizada por los estudiantes de medicina en el 1º de Octubre. Estábamos saturados de alcohol de garrafón, música brasileña ratonera a última hora, suelo resbaladizo por el sudor de los danzarines compulsivos, matasuegras, guirnaldas y serpentinas. Aquel año, gracias también en parte a nuestro poder adquisitivo (bueno, esto es broma), nos habíamos planteado ir a cualquier discoteca de la zona de Orense, en plan parejitas consolidadas. Otra razón que se me había olvidado por la que no nos apetecía ir al 1º de octubre, era también que ya no necesitábamos ir a la búsqueda desesperada de ligue, la razón principal que nos había motivado en años anteriores.

Después de dar varias vueltas, pelados de frío, con las manos en los bolsillos del abrigo, medio pedos a causa de las copitas de champán y el vino que nos habíamos bebido en las respectivas cenas familiares, con el estómago estragado a causa de la mezcla del cochinillo, la lombarda, los polvorones, los orejones y los higos rellenos de nueces, decidimos meternos por fin en el primero que se nos pusiera por delante. Creo recordar que se trataba de La Nuit, o alguno de esa calaña. Nos hacíamos ilusiones. Por fin íbamos a entrar en un lugar convenientemente climatizado, a escuchar buena música y a tomar una copita de alcohol de marca. Pues bien, cuando nos dijeron el precio de la entrada, creo que fue Juan Antonio, o Maricarmen, el que preguntó inocentemente “¿los seis?”, ante lo cual, la taquillera, que mascaba chicle y tenía gafas con cristales de culo de botella, se descojonó literalmente de nosotros, y nos dijo “¿cómo que los seis? Por barba, hombre por barba”. Cuando por hacer cierta gracia, yo insinué “¿por barba? Entonces las mujeres no pagan”, la taquillera dejó de reír, y sin ninguna consideración nos espetó “si no vais a entrar, venga, aligerando, que hay gente esperando”. Miramos a nuestra espalda, y era rigurosamente cierto. La cola, de más de cien metros, llegaba hasta la esquina. Otro aspecto que nos desanimó fue que la mayor parte de los miembros que integraban esa cola estaban maqueados hasta las pestañas, con sus abrigos recién estrenados, sus zapatos de charol, sus blusas de encaje y sus corbatas de seda. Nosotros nos manteníamos fieles a nuestra estética de after-normal que nos había caracterizado desde siempre, con vaqueros, aquellos horribles jerséis de lana con tirabuzones verticales que nos compraban nuestras madres, acto de tortura por el cual hoy en día, con la ley del menor en la mano, deberían cumplir varios meses de condena.

La cosa se ponía fea. Estábamos aburridos de dar vueltas, y tampoco estábamos dispuestos a gastarnos una fortuna para celebrar una noche que para nosotros ya estaba empezando a no significar nada. Pilar surgió entonces como salvadora, y nos propuso ir a su casa, a jugar a las cartas y a ver la televisión. Su propuesta actuó como un bálsamo sobre nuestras conciencias. Accedimos rápidamente, y en menos de media hora estábamos a cubierto, bebiendo una copita en la tranquilidad del hogar. No recuerdo si los padres de Pilar estaban durmiendo, o habían ido a pasar la noche a casa de los primos de la Elipa, pero el caso es que lo pasamos de muerte. Al año siguiente, ni siquiera nos planteamos salir a la calle. Para nosotros se había acabado esa dulce tradición de salir a pasar frío, a gastar pasta gansa y a coger una mierda que, cuando menos, te duraba un par de días, y te impedía disfrutar del concierto de Año Nuevo dirigido por Von Karajan en Viena (algo que también nos ha parecido siempre una horterada manifiesta, tengo que confesarlo), y de la tradicional comida de Año nuevo compuesta por los restos de la cena de la noche anterior.