martes, 12 de mayo de 2009

Días de convivencia




Después de la resaca de luces, colores, sabores y olores que supuso aquella Navidad de 1988, comenzó el 1989, como debe ser. Un año que se presentaba con una frenética actividad laboral, tanto para Pilar como para mí. La agencia de publicidad en la que trabajaba ella, en pleno corazón de la colonia de El Viso, echaba humo, y las reformas y rehabilitaciones que emprendía la empresa para la que trabajaba eran cada vez más numerosas. Un aluvión de trabajo que no se correspondía con el personal destinado al mismo, que lejos de aumentar, en ocasiones disminuía. Cada vez me adjudicaban más obras, y situadas en lugares cada vez más lejanos entre sí. El pobre Peugeot 205 rojo estaba cada vez más agobiado, y yo con él.

Como anécdota de la memoria, relacionada precisamente con el coche, deciros que recuerdo perfectamente el asqueroso olor a tabaco que nos golpeaba, tanto a Pilar como a mí, cada vez que nos metíamos en el habitáculo. En verano no era tan grave el asunto, porque por fuerza había que abrir las ventanas. Y dándole a la manivela, porque por aquel entonces no existían los cómodos botones de ahora. ¿Y porqué había por fuerza que abrir las ventanas?. Pues porque mi corto presupuesto no daba para comodidades, y porque un coche con aire acondicionado, si es que existía en aquel momento, era todo un lujo para los bolsillos de simples curritos como nosotros. El caso es que, por aquel entonces, tanto yo como muchos de los que se subían al coche (excepto Pilar, claro) fumábamos como chimeneas, y teníamos la costumbre de llenar los ceniceros, todos los ceniceros (puertas y centrales incluidos. Creo recordar que había seis o siete. ¿Es posible que hubiera incluso en el respaldo de los asientos delanteros?. Hasta ahí no llego). Gran parte de los amigos excursionistas de fin de semana fumaban, o sea, que era un auténtico desastre, que se intentaba paliar a base de comprar diferentes ambientadores, a cual más hortera y poco duradero. Esto pasaba en los coches de todo el mundo, no os vayáis a pensar que el mío era el único. Lo curioso del asunto es que, si ahora me subo en el coche de alguien que fuma en su interior, me mareo casi al instante. Parece mentira como ha cambiado nuestra capacidad de aguante (¿alguno de vosotros sería capaz de calzarse ahora un viaje Madrid-Cádiz, por una carretera nacional y varias comarcales, con el coche lleno de bultos, seis personas en su interior, sin aire acondicionado, y teniendo que parar cada cincuenta kilómetros para que no se rompiera la correa del ventilador?. Pues Pilar y yo lo habíamos hecho varias veces cuando aún no nos conocíamos, con nuestros respectivos padres y más familia. Con un par.

Nos vimos poco aquellos primeros meses del 89. Los dos acabábamos tan agotados, que muchas tardes entre semana preferíamos irnos directamente a casa a descansar. El frío, la lluvia y el aire tampoco ayudaban precisamente a que quedáramos. Nuestra oportunidad de resarcirnos de haber pasado tan poco tiempo juntos (exceptuando los fines de semana, por supuesto, que eran por completo para nosotros) llegó cuando se presentó la Semana Santa de ese año. Tanto los padres de Pilar como los míos hicieron sus planes, como estaba mandado, y unos se fueron al pueblo, y los otros a la playa. Tanto Pilar como yo pusimos la excusa de tener que trabajar el sábado (que en mi caso era verdad, pero solo durante un par de horas), y nos quedamos en Madrid, con toda la casa de Pilar y la mía para nosotros, ya que mis hermanos se habían ido con mis padres.

Fueron cuatro días de ensueño. A una escala bastante pequeña, tuvimos la oportunidad de conocer, de una forma superficial, pero fidedigna, la calidad que iba a tener nuestra futura convivencia. Estábamos tan a gusto tumbados a la pata la llana, que ni siquiera nos planteamos salir a ningún lugar. El sábado por la tarde, por aquello de desentumecer un poco los músculos, hicimos un esfuerzo sobrehumano, y sacando fuerzas “de franqueza”, como dice un amigo mío (para los que queráis saber como se dice realmente, es “fuerzas de flaqueza”), cogimos el coche y nos dirigimos a Chinchón, aunque solo fuera para tener algo que contar a los que volverían el domingo.

Recuerdo aquella tarde en Chinchón como una de las más asquerosas de toda nuestra vida. A la chucha (cuando Pilar decía “tengo chucha”, se refería a una mezcla letal de sueño, cansancio, aburrimiento y flojera en general. Se manifestaba mediante bostezos, estiramientos de brazos y piernas, y en su fase más aguda, mediante sueños echados en los lugares más insospechados y en los momentos más intempestivos) que nos invadía, había que unir el tremendo calor que hizo ese día, más aplatanador si cabe por la lluvia caída durante el día anterior. Para colmo, Chinchón estaba lleno de gente, que se había pasado todo el santo día viendo y esperando procesiones. Nos costó Dios y ayuda encontrar un rincón en un mesón de la plaza mayor para cenar un escuálido pincho de tortilla y una ración de calamares, por la que nos clavaron como nunca nadie lo había hecho.

Después de un par de horas de deambular, de bostezar, de contener empujones, y de comprar alguna que otra chorrada de recuerdo, Pilar y yo nos miramos a los ojos, y decidimos, sin decirnos nada, que ya estaba bien, que ya habíamos tenido nuestra correspondiente excursión, y que ya era hora de volver a casa. El resto de la semana lo finalizamos haciendo justo lo que habíamos hecho antes de nuestra salida a Chinchón: visualizar compulsivamente las películas de romanos que nos han marcado a lo largo de nuestra vida, año tras año, sin desmayo ni descanso. Quo Vadis, La Túnica Sagrada (la tónica salada para los más irreverentes), Rey de Reyes, Ben Hur (la buena, la de Charlton Heston que estuvo varios años colocada en un cine de la Gran Vía o de Fuencarral, no recuerdo, con un cartelón de varios miles de metros cuadrados) y Los Diez Mandamientos, una película que jamás he entendido qué pintaba ahí, porque su acción se desarrollaba varios miles de años antes que lo que se supone que se debe recordar en Semana Santa.

Pilar y yo nos tragamos todas esas películas, convenientemente aderezadas con los correspondientes platos de patatas fritas, panchitos, ganchitos y demás delicatessen, convenientemente regadas con una mezcla de vino tinto y coca-cola (calimocho).

Cuando acabaron los cuatro días de vacaciones, tanto Pilar como yo estábamos convencidos de que no íbamos a tener ningún problema para convivir juntos. Casi nos llegó a molestar tener que recibir a la parentela de vuelta en casa. Durante el lunes y el martes seguimos viéndonos, aunque no era nuestra costumbre, para mantener el buen rollo que habíamos tenido durante la fiesta propiamente dicha. No teníamos fotos, no habíamos salido, no habíamos ido a cenar a ningún lugar emblemático, no habíamos visto nada nuevo, ni tan siquiera la calle, pero lo habíamos pasado fenomenal. Los dos descubrimos durante aquellos días felices, y así se ha mantenido a lo largo de los muchos años que hemos compartido juntos, que jamás íbamos a necesitar nada que no fuera el uno del otro. Hemos disfrutado de salidas, de viajes, de amigos y de familia, pero cuando las circunstancias nos han llevado, o hemos forzado para que nos llevaran, a pasar un período de tiempo más o menos corto los dos solos, no solo no nos ha importado en absoluto, sino que hemos sabido disfrutarlo como pocas personas saben hacerlo. Por supuesto que ha habido roces, caras largas y malos rollos, pero por suerte han durado bastante menos que la felicidad que hemos sentido siempre el uno con el otro. Hemos viajado mucho los dos solos, y después con Sergio, los tres solos. Hemos disfrutado tanto de esos viajes como de los que hemos hecho con familia y amigos. En todos ellos hemos contado los días que faltaban para su finalización, pensando con tristeza en la vuelta al trabajo, al barrio, a la rutina, vaya. Jamás hemos tenido que finalizar una etapa antes de tiempo, por aburrimiento o por nostalgia de lo habitual. Todo lo contrario. Y si no hemos salido, como en esta ocasión que os he contado hoy, también hemos disfrutado como chiquillos. ¿La clave?. Tenernos el uno al otro, simplemente.