martes, 27 de octubre de 2009

Un verano en Mallorca


Se me amontonan en la memoria los viajes que hicimos Pilar y yo en aquella época. A pesar de que yo ganaba bastante menos que en la anterior empresa, nos permitimos el lujo en el 90 de marcarnos en verano una salida a Palma de Mallorca, allá por Octubre o Noviembre un viaje de cuatro días a Marrakesh, e innumerables salidas de fin de semana.


Nos encantaba viajar a los dos. Creo que esto es algo que ya ha quedado largamente demostrado en este blog. Yo trataba de ponerme a la altura de Pilar, que había viajado a lo largo de su vida infinitamente más que yo.


Pilar tenía una facilidad a veces irritante para hacer una bolsa o una maleta, acostumbrada como estaba a ello. Cuando me veía a mí colocar las zapatillas de deporte malolientes al lado del pijama, sin protegerlas siquiera con una bolsa, me echaba una mirada profunda, y me decía “¿Se puede saber qué estás haciendo?”. Yo me echaba a temblar, y me ponía completamente en sus manos. Aguantaba estoicamente el chaparrón de comentarios del tipo “pero qué desastre eres”, “parece mentira que seas tan listo”, “es que hay que ver que Adán, Dios mío”, y otras lindezas que merecía la pena aguantar por el resultado final, que consistía en una bolsa o maleta perfectamente ordenadas.


Es difícil explicar la alegría que sentía Pilar mientras organizaba un viaje. Yo me ponía completamente en sus manos a la hora de contratar, de reservar, de organizar vuelos, hoteles y traslados de un lado a otro. Ha veces he pensado que ella disfrutaba más con la logística del viaje que con su contenido. Lo teníamos perfectamente organizado. Ella mandaba desde casa hasta el destino, se encargaba de billetes de avión, de bonos de hoteles y de todo lo demás. Una vez en el destino correspondiente, era yo el que entraba en acción. Sacaba mi plano, o mi guía de viaje, y a recorrer el lugar, con la intención de visitar el mayor número de cosas posible. Era entonces Pilar la que se relajaba y se dejaba llevar, segura siempre (eso es algo que adquirimos a fuerza de salir) de que, teniendo un plano, por miserable que fuera, nunca nos íbamos a perder en ningún lugar.


Lo curioso es que estábamos siempre perfectamente seguros el uno del otro. Ni yo intervenía en los tejemanejes de Pilar con las agencias, ni ella se metía en mi terreno a la hora de preparar la ruta. Confiábamos plenamente el uno en el otro. Cuando algo salía mal, siempre resultaba gratificante poder culpar a alguien concreto. “Pero Pilar, si no te han dado las tarjetas de embarque”, o “Vale, Félix, resulta que hoy está cerrado el museo Rodin”. Nos echábamos los trastos durante un rato, y luego seguíamos, como si no hubiera pasado nada, sin permitir jamás que un pequeño contratiempo nos hiciera mella durante más de un minuto. Tendría que rebuscar muy en el fondo de la memoria para recordar algún momento negativo mientras viajábamos. Cierto es también que tanto Pilar como yo tendíamos siempre a correr un tupido velo (un estúpido velo, decía ella) sobre cualquier aspecto negativo, tanto de los viajes como de cualquier otra situación de nuestra vida, y eso nos ayudaba siempre no sólo a disfrutar de lo que hacíamos, sino de desear con todas nuestras ganas volver a repetirlo.


El viaje a Mallorca supuso un antes y un después en nuestras salidas. Fue la primera vez que alquilamos un coche, que nos brindó la oportunidad de recorrer la isla en toda su extensión. Nos planteamos cuatro días de turismo, y tres de descanso y disfrute del hotel y la playa cercana al mismo. Nos sobró tiempo para recorrer Valldemosa, Inca, Palma de Mallorca, Formentor, la Calobra, Manacor y la maravillosa playa de Es Trenc, para nuestro gusto la mejor que habíamos visto en nuestra vida, con los pinos a cuatro metros del agua y la arena blanca.


En Valldemosa disfrutamos como enanos del ambiente creado en torno a la aventura que vivió Chopin en su famosa cartuja. Resultó ciertamente curioso el concierto que nos ofreció un elegante estudiante de piano, que tocaba como los ángeles. Mientras él estaba vestido con su traje y su corbata, los oyentes nos distribuíamos en los bancos con nuestros bañadores y nuestras chanclas, y algunos incluso con el torso al aire o, lo que era peor, con esa inevitable camisa azulona anudada a la altura del ombligo. Al joven no le importaba en absoluto la calidad del público que le escuchaba. Tocaba para él, y cerraba los ojos para sentir más profundamente la inmortal música del compositor.


Siempre me ha hecho gracia, y así se lo comenté a Pilar, el afán que te ponen en todos los lugares de Mallorca por venderte el libro “Un invierno en Mallorca”, escrito por George Sand, que evoca su estancia en Valldemosa con su amante, el mismo Chopin. Y me hace gracia porque en el libro la Sand se despacha a gusto contra unos mallorquines a los que considera (y seguramente lo eran) palurdos, ancestrales, cerrados, mojigatos e intransigentes con una mujer a la que consideraban poco menos que una puta, por el hecho de vivir con su amante y con dos hijos de un matrimonio anterior. No importa que Sand ponga a parir a los mallorquines. Ellos te seguirán ofreciendo el libro con una sonrisa en los labios.


El tercer día en Mallorca permanece en mi memoria como si hubiera sucedido ayer mismo. Después de comer en un restaurante cercano a Inca, nos fuimos a Deiá, ese precioso pueblo que han escogido muchos artistas para vivir. Nos encantó hasta el punto de decidir comprar una casa allí. Era la primera de miles de decisiones iguales que tomamos otras muchas veces, cada vez que visitábamos un lugar que nos impresionara por su belleza. Nos ocurrió lo mismo en el Trastévere, en Marrakesh, en Londres, en Carcasona, en Munich, en Rotenburg, y en todos los pueblos que recorre el Loira. Una decisión que nos ilusionaba durante una temporada, hasta que viajábamos al siguiente lugar, y cambiábamos de idea.


Después de Deiá, emprendimos el camino a la Calobra, por una infernal carretera famosa en el mundo entero por sus curvas. Pues bien, amigos, puedo prometer y prometo, que Pilar se durmió en el coche, a pesar de lo accidentado del camino. ¡Era increíble!. De vez en cuando la miraba, y la mujer colgaba del cinturón de seguridad, dormida como un leño, sin enterarse ni de las curvas ni de los baches. Nos bañamos en la Calobra, y después fuimos a Manacor. Recuerdo perfectamente que Pilar llevaba un pantalón blanco muy corto, y una camisola azul que le quedaba, salvando las distancias, como un baby de los que nos colocaban en el colegio cuando éramos pequeños. No sé que le ocurrió a Pilar aquella tarde, si fue efecto de la sangría que nos habíamos tomado al mediodía, o del sueño reparador que se había echado camino de la Calobra, pero el caso es que estaba desbocada. Se reía por todo, colocaba el programa que nos habían dado en la inevitable fábrica de perlas cultivadas a modo de altavoz, y soltaba de repente un “tururú tururú” que hacía que los turistas nos miraran, se ponía a bailar en lo alto de una valla de la entrada... Tenía el pelo como siempre se le quedaba cuando pasaba más de tres días en una zona húmeda, rizado y abundante, como una chiquilla. El caso es que seguimos haciendo el ganso durante toda la tarde, especialmente ella, y nos lo pasamos fenomenal. Compramos un par de figuras de cristal, alguna perla para las madres... lo típico, pero con un toque de gamberrismo que pocas veces le volví a ver. No parecía ella, pero se lo pasaba en bomba.


Sólo he vuelto a ver en otra ocasión una actitud parecida, muy parecida, procedente no de ella, sino de nuestro hijo. Ocurrió después de la comida de su primera comunión. Sergio, tan serio como siempre ha sido, empezó de repente a hacer gansadas, sin parar, contento, partiéndose de risa y haciéndonos partirnos de risa a toda la familia, abuelos, tíos y primos incluidos, con un repertorio que merece sin duda una futura entrada en este blog. En aquel momento, no pude evitar pensar en aquella famosa tarde en Palma de Mallorca. Sergio era el alter ego exacto de aquella Pilar que se reía sin poder parar.


Sangre de su sangre, no cabe ninguna duda.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Ha pasado un año


Pues sí. Un año nada menos. El pasado 29 de septiembre, para ser más exactos. El día fue triste, de eso no cabe duda. Recibí varias llamadas de familiares y amigos. Todos lo recordamos como si fuera ayer. Sin embargo, volviendo la mirada atrás, creo que lo vamos superando, de una manera o de otra. La prueba es que ahora hablamos de ella todos sin complejos. A Sergio le digo muchas veces "¿Te acuerdas cuando mamá decía?. El dolor está cediendo su lugar al recuerdo, cada vez más vivo y más entrañable que cuando falleció Pilar. Ya puedo ver videos en los que salía ella, fotografías recientes, etc. Retomo el blog después del paréntesis del verano.


“Durante la adolescencia se forma el carácter de la persona”, “a partir de una cierta edad, la gente ya no cambia”... Son frases que hemos escuchado todos alguna vez, y que la mayoría de las veces hemos dado por ciertas, por dogmas de fe, de esos de los que ni siquiera nos planteamos su validez, porque consideramos que son ciertos.

Las personas, cambian. Ya lo creo que cambian. Yo, sin ir más lejos, he cambiado profundamente de dos años a esta parte, y tengo nada menos que cuarenta y ocho años, así que, o el dogma de fe no es del todo cierto, o no es del todo cierto para según qué casos, o yo soy un tío raro, cosa que a estas alturas de la película me costaría asimilar, porque siempre me he considerado una persona más o menos equilibrada y bastante normalita.

¿Por qué soy consciente de mi cambio, si es que se ha producido alguno?. Elizabeth Kubler-Ross lo define muy bien en su libro “sobre el duelo y el dolor”, uno de esos libros que deseo que jamás tengáis que leer, pero que os recomiendo encarecidamente en el caso de que os veáis inmersos alguna vez en una situación tan dolorosa como la mía. La autora habla del cambio que se produce en las personas que han sufrido la pérdida de un ser querido. De repente, los problemas de los demás les parecen una tontería comparados con el que el afectado por la pérdida tiene encima. La muerte de un ser querido no es sólo eso, una pérdida terrible, sino un encontronazo brutal, directo, y al estómago, con la certeza de que todos tenemos que morir. Esa frase, dicha así, no le dirá nada al que no ha sufrido una situación como esa. Una situación que nos toca de refilón cuando la muerte que se produce es la de algún pariente cercano, que nos puede causar mucho dolor, pero que no nos afecta tanto como la de nuestro cónyuge, la de la persona con la que habías decidido compartir el resto de la vida.

Las cosas se ven de otra manera cuando adquieres la conciencia de que algún día, más tarde o más temprano, te vas a reunir con esa persona a la que has querido tanto. Todos nos creemos en cierto modo inmortales. Cuando escuchamos en la radio las estadísticas de los accidentes de coche, de los afectados por enfermedades contagiosas, o de los damnificados por una catástrofe natural, en el fondo de nuestra alma estamos convencidos de que eso no va con nosotros, de que vamos a durar para siempre. Pues bien, amigos, ante la perdida de Pilar, ese convencimiento se desvanece, y he tomado conciencia de que cualquier día me puede ocurrir a mí. Es duro asimilarlo, muy duro, y no estoy muy seguro de que sea capaz de poderos explicar esa sensación de la que os hablo, pero lo que sí os puedo asegurar es que la escala de problemas, o más bien de lo que consideramos problemas, sufre un cambio radical. Muchas cosas que antes se me hacían cuesta arriba me parecen auténticas tonterías hoy en día.

Esta actitud puede crear fisuras en nuestras relaciones con los demás, procedentes del hecho de que, cuando alguien me cuenta un problema (o un hipotético problema, la mayoría de las veces), puedo tender, aunque sea de manera no premeditada, a no darle la importancia que debería darle para que el otro perciba que me preocupa el asunto. Es complicado de explicar. La verdad es que casi nunca, incluso en vida de Pilar, he tenido una mínima conciencia de lo que puede resultar un problema, más que nada porque más o menos se me han ido solucionando todos, pero es que ahora, después de la tragedia vivida, y de la situación a la que de repente nos hemos visto abocados mi hijo y yo, cualquier otra cosa me parece de poca importancia, y lo peor es que en muchas ocasiones no puedo disimularlo, o me cuesta mucho. A cualquier cosa que se me plantea, tengo la puñetera costumbre de pensar, sin poder evitarlo, “por lo menos está vivo”, que, aunque a la mayoría de nosotros no nos lo parezca, porque nos consideramos inmortales, es lo más importante, os lo puedo asegurar.

Escucho a mi alrededor discusiones de pareja, normalmente entre los miembros de mi familia o entre parejas de amigo. Son discusiones al aire, soltadas para que los que las escuchan le den la razón a uno o a otro. Siempre me ha hecho cierta gracia esa necesidad que tenemos de que personas de nuestro entorno nos den la razón. ¿No os parece realmente un poco absurdo?. El primero que le tiene que dar la razón a uno es uno mismo, y no creo que haya que buscar el beneplácito de los demás, sobre todo cuando a los demás les ponemos en la tesitura de tener que elegir entre uno de los dos miembros de la pareja. No importa de lo que se hable. Cualquier argumento, por peregrino que sea, puede justificarse con palabras (hasta el nazismo más intransigente se justificaba a los ojos del pueblo con argumentos). Partiendo de esa base, todo lo que una pareja se eche a la cara no es más que una sarta de reproches, que no irán a ningún lugar salvo que se dejen de emitir. Cuando se llega a los silencios entre una pareja, es peligroso, cuando se discute, no, siempre que exista, por supuesto, un respeto entre uno y otro. Los silencios entre parejas son tan peligrosos como los insultos o las humillaciones. Cuando se llega a este punto, significa que la relación entre la pareja está muerta. Viene entonces el divorcio, en unos casos, o el maltrato en otros, si es que uno de los dos miembros de la pareja no tiene la suficiente fortaleza como para acabar de raíz con la relación. Pero incluso cuando se llega a este punto, siempre existe una posibilidad de vuelta atrás. Existe una esperanza de que uno de los dos cambie, y se dé cuenta de la imbecilidad que ha hecho dejando de lado a una pareja tan magnífica como la que tenía.

No sabemos mirar desde arriba, y eso nos lleva muchas veces a callejones sin salida en los que no hacemos otra cosa que darnos de cabezazos, sin ser capaces de encontrar una solución. Parecemos ratones de experimento, en un laberinto de pasillos que no conducen a ningún lugar. Eso es algo que más o menos estoy empezando a aprender en estos dos últimos dos años. Me sitúo en un punto ligeramente por encima del problema, y veo su tamaño, y su importancia, que la mayoría de las veces es ridícula. Otras veces pienso en ella, y pregunto “¿qué hacemos, Pilar?”. Siempre me acuerdo entonces de esos “bah, no pasa nada”, que Pilar soltaba con esa fortaleza suya ante cualquier obstáculo que se nos pusiera por delante. Ha sido un lujo compartir esa soberbia filosofía de vida, os lo aseguro. Una vez que me imagino a Pilar con ese optimismo que la caracterizaba, esa sonrisa ante todo, el problema desaparece, o al menos yo lo veo de otra manera. Estoy aprendiendo también a no crearme problemas, algo a lo que también están acostumbradas muchas parejas. Son capaces de crearse problemas por una actitud del otro. Nos molesta mucho que el otro esté tumbado en el sofá mientras nosotros planchamos, por ejemplo. No nos damos cuenta de que el otro también se lo ha currado, o de que es posible de que haya tenido un mal día en el trabajo, y nos lo oculte para que no nos deprimamos. Ante una situación así, tal vez lo sensato sea preguntar “¿te pasa algo?”, y ceder un poco ante su cansancio.
Ha pasado un año.