miércoles, 7 de octubre de 2009

Ha pasado un año


Pues sí. Un año nada menos. El pasado 29 de septiembre, para ser más exactos. El día fue triste, de eso no cabe duda. Recibí varias llamadas de familiares y amigos. Todos lo recordamos como si fuera ayer. Sin embargo, volviendo la mirada atrás, creo que lo vamos superando, de una manera o de otra. La prueba es que ahora hablamos de ella todos sin complejos. A Sergio le digo muchas veces "¿Te acuerdas cuando mamá decía?. El dolor está cediendo su lugar al recuerdo, cada vez más vivo y más entrañable que cuando falleció Pilar. Ya puedo ver videos en los que salía ella, fotografías recientes, etc. Retomo el blog después del paréntesis del verano.


“Durante la adolescencia se forma el carácter de la persona”, “a partir de una cierta edad, la gente ya no cambia”... Son frases que hemos escuchado todos alguna vez, y que la mayoría de las veces hemos dado por ciertas, por dogmas de fe, de esos de los que ni siquiera nos planteamos su validez, porque consideramos que son ciertos.

Las personas, cambian. Ya lo creo que cambian. Yo, sin ir más lejos, he cambiado profundamente de dos años a esta parte, y tengo nada menos que cuarenta y ocho años, así que, o el dogma de fe no es del todo cierto, o no es del todo cierto para según qué casos, o yo soy un tío raro, cosa que a estas alturas de la película me costaría asimilar, porque siempre me he considerado una persona más o menos equilibrada y bastante normalita.

¿Por qué soy consciente de mi cambio, si es que se ha producido alguno?. Elizabeth Kubler-Ross lo define muy bien en su libro “sobre el duelo y el dolor”, uno de esos libros que deseo que jamás tengáis que leer, pero que os recomiendo encarecidamente en el caso de que os veáis inmersos alguna vez en una situación tan dolorosa como la mía. La autora habla del cambio que se produce en las personas que han sufrido la pérdida de un ser querido. De repente, los problemas de los demás les parecen una tontería comparados con el que el afectado por la pérdida tiene encima. La muerte de un ser querido no es sólo eso, una pérdida terrible, sino un encontronazo brutal, directo, y al estómago, con la certeza de que todos tenemos que morir. Esa frase, dicha así, no le dirá nada al que no ha sufrido una situación como esa. Una situación que nos toca de refilón cuando la muerte que se produce es la de algún pariente cercano, que nos puede causar mucho dolor, pero que no nos afecta tanto como la de nuestro cónyuge, la de la persona con la que habías decidido compartir el resto de la vida.

Las cosas se ven de otra manera cuando adquieres la conciencia de que algún día, más tarde o más temprano, te vas a reunir con esa persona a la que has querido tanto. Todos nos creemos en cierto modo inmortales. Cuando escuchamos en la radio las estadísticas de los accidentes de coche, de los afectados por enfermedades contagiosas, o de los damnificados por una catástrofe natural, en el fondo de nuestra alma estamos convencidos de que eso no va con nosotros, de que vamos a durar para siempre. Pues bien, amigos, ante la perdida de Pilar, ese convencimiento se desvanece, y he tomado conciencia de que cualquier día me puede ocurrir a mí. Es duro asimilarlo, muy duro, y no estoy muy seguro de que sea capaz de poderos explicar esa sensación de la que os hablo, pero lo que sí os puedo asegurar es que la escala de problemas, o más bien de lo que consideramos problemas, sufre un cambio radical. Muchas cosas que antes se me hacían cuesta arriba me parecen auténticas tonterías hoy en día.

Esta actitud puede crear fisuras en nuestras relaciones con los demás, procedentes del hecho de que, cuando alguien me cuenta un problema (o un hipotético problema, la mayoría de las veces), puedo tender, aunque sea de manera no premeditada, a no darle la importancia que debería darle para que el otro perciba que me preocupa el asunto. Es complicado de explicar. La verdad es que casi nunca, incluso en vida de Pilar, he tenido una mínima conciencia de lo que puede resultar un problema, más que nada porque más o menos se me han ido solucionando todos, pero es que ahora, después de la tragedia vivida, y de la situación a la que de repente nos hemos visto abocados mi hijo y yo, cualquier otra cosa me parece de poca importancia, y lo peor es que en muchas ocasiones no puedo disimularlo, o me cuesta mucho. A cualquier cosa que se me plantea, tengo la puñetera costumbre de pensar, sin poder evitarlo, “por lo menos está vivo”, que, aunque a la mayoría de nosotros no nos lo parezca, porque nos consideramos inmortales, es lo más importante, os lo puedo asegurar.

Escucho a mi alrededor discusiones de pareja, normalmente entre los miembros de mi familia o entre parejas de amigo. Son discusiones al aire, soltadas para que los que las escuchan le den la razón a uno o a otro. Siempre me ha hecho cierta gracia esa necesidad que tenemos de que personas de nuestro entorno nos den la razón. ¿No os parece realmente un poco absurdo?. El primero que le tiene que dar la razón a uno es uno mismo, y no creo que haya que buscar el beneplácito de los demás, sobre todo cuando a los demás les ponemos en la tesitura de tener que elegir entre uno de los dos miembros de la pareja. No importa de lo que se hable. Cualquier argumento, por peregrino que sea, puede justificarse con palabras (hasta el nazismo más intransigente se justificaba a los ojos del pueblo con argumentos). Partiendo de esa base, todo lo que una pareja se eche a la cara no es más que una sarta de reproches, que no irán a ningún lugar salvo que se dejen de emitir. Cuando se llega a los silencios entre una pareja, es peligroso, cuando se discute, no, siempre que exista, por supuesto, un respeto entre uno y otro. Los silencios entre parejas son tan peligrosos como los insultos o las humillaciones. Cuando se llega a este punto, significa que la relación entre la pareja está muerta. Viene entonces el divorcio, en unos casos, o el maltrato en otros, si es que uno de los dos miembros de la pareja no tiene la suficiente fortaleza como para acabar de raíz con la relación. Pero incluso cuando se llega a este punto, siempre existe una posibilidad de vuelta atrás. Existe una esperanza de que uno de los dos cambie, y se dé cuenta de la imbecilidad que ha hecho dejando de lado a una pareja tan magnífica como la que tenía.

No sabemos mirar desde arriba, y eso nos lleva muchas veces a callejones sin salida en los que no hacemos otra cosa que darnos de cabezazos, sin ser capaces de encontrar una solución. Parecemos ratones de experimento, en un laberinto de pasillos que no conducen a ningún lugar. Eso es algo que más o menos estoy empezando a aprender en estos dos últimos dos años. Me sitúo en un punto ligeramente por encima del problema, y veo su tamaño, y su importancia, que la mayoría de las veces es ridícula. Otras veces pienso en ella, y pregunto “¿qué hacemos, Pilar?”. Siempre me acuerdo entonces de esos “bah, no pasa nada”, que Pilar soltaba con esa fortaleza suya ante cualquier obstáculo que se nos pusiera por delante. Ha sido un lujo compartir esa soberbia filosofía de vida, os lo aseguro. Una vez que me imagino a Pilar con ese optimismo que la caracterizaba, esa sonrisa ante todo, el problema desaparece, o al menos yo lo veo de otra manera. Estoy aprendiendo también a no crearme problemas, algo a lo que también están acostumbradas muchas parejas. Son capaces de crearse problemas por una actitud del otro. Nos molesta mucho que el otro esté tumbado en el sofá mientras nosotros planchamos, por ejemplo. No nos damos cuenta de que el otro también se lo ha currado, o de que es posible de que haya tenido un mal día en el trabajo, y nos lo oculte para que no nos deprimamos. Ante una situación así, tal vez lo sensato sea preguntar “¿te pasa algo?”, y ceder un poco ante su cansancio.
Ha pasado un año.