jueves, 28 de mayo de 2009

Noches de bohemia y de calor




Recuerdo con especial cariño aquel verano del 89, principalmente por dos razones: la primera, que Pilar vino por primera vez a la playa en la que yo había pasado prácticamente todos los veranos desde 1974 (se dice pronto. Desde los doce años. Toda una vida), y la segunda, que hicimos nuestro primer viaje juntos, cuatro días enteros a Salou.





El verano de aquel año se presentaba tranquilo. Mi padre se había recuperado totalmente del infarto. Había adelgazado sensiblemente, ya no fumaba, ni permitía que fumáramos los demás (creo que por aquel entonces todavía era tolerante, pero lo que desde luego no admitía era que se fumara en su presencia). Estaba tranquilo y contento, sabedor de que todos estábamos pendientes de él en todo momento, dispuestos a satisfacer sus caprichos, por mínimos que estos fueran. Mis padres fueron a la playa como siempre, al principio del verano, con mi hermano, que todavía estaba estudiando, y mi hermana, que iba los fines de semana. Yo aparecí con Pilar a mediados de Julio o Agosto, en la única semana que habíamos podido coincidir en vacaciones.





Resulta curioso, y a veces complicado, presentarle la chica con la que estás saliendo a un grupo de amigos que me conocía prácticamente desde que llevaba pantalones cortos. Se producen en estas ocasiones situaciones ligeramente absurdas, como así sucedió también en nuestro caso. El típico amigo de toda la vida, que supone tener derecho de pernada, o algo así, sobre tu criterio, se permite dar su opinión. Para él, Pilar es una completa desconocida, y supone que para mí también lo es. Se permite el lujo de enumerarte las chicas con las que habrías podido salir, y que al parecer no lo has hecho poco menos que porque no te ha dado la gana. Te echa en cara que fulanita o menganita estaba por tus huesitos, y tú no la hiciste caso. Y te cuenta todo eso en el transcurso de una eterna noche, medio empapada en alcohol, cuando Pilar ha decidido irse a dormir porque estaba cansadísima, y además en la playa le pega un bajonazo de tensión que le provoca un estado de somnolencia casi permanente. Supongo que ese amigo se hubiera quedado muy contento si, en un arrebato de lucidez, yo hubiera manifestado a gritos “tienes toda la razón, no sé como he podido echarme novia sin llamarte antes para pedirte tu aprobación. Ahora mismo subo a casa, la despierto, rompo con ella, y me enrollo con fulanita”. De lo que no se daba cuenta mi improvisado mentor, era de que la tal fulanita había pasado de mí como de la mierda en un determinado momento de nuestra vida, de que no me interesaban sus opiniones baratas, y de que estaba tan enamorado de Pilar que no me apetecía otra cosa que estar con ella. De eso me dí cuenta al día siguiente, después de aquella noche triste en la que comprobé que lo que realmente le pasaba a mi amigo de toda la vida, era que estaba ligeramente molesto porque yo me había echado novia y él no.





No todo el mundo en la playa le resultaba desconocido a Pilar. Por esas casualidades de la vida, había pasado una semana varios años antes en Gandía, en compañía de Montse y su hermana Nieves, que eran tan habituales en la playa como pudiera serlo yo. Eso la ayudó bastante a hacer rápidamente migas con una parte de la gente. No obstante, no fue una semana lo que se dice perfecta, por lo que ya he contado antes. Resultaba complicado, incluso a mí, mezclar a personas de toda la vida con la persona con la que había decidido compartir mi vida en el futuro. Cumplimos fielmente con todas las etapas de lo que supone pasar unos cuantos días en la playa. Mañana tumbados al sol, rebozados en arena y con carreras esporádicas al agua, tardes de siesta o de lectura, y noches de salida a Gandía, cine de verano con el bocata en la mano, o discoteca. En aquellos tiempos destacaba por la zona una macrodiscoteca que se llamaba Hexágono, digna predecesora de todo el maremágnun bacaladero que se expandió años más tarde por toda la zona de la costa. Hexágono era un universo de música a todo trapo, vegetación exuberante, pistas de baile en forma de terrazas a distinto nivel, y barras por todas partes. Parecía una selva tropical. Personalmente, a mí me gustaba más otra discoteca que se llamaba Pampols, en la carretera de Oliva. Aunque era mucho más cutre, sin pistas exteriores, con una sola pista, y con todos los sofás manchados de fluidos de imposible catalogación, la música era mucho mejor, más en el estilo ochentero que nos gustaba a casi todos, salvo las honrosas excepciones que se daban en todo tipo de pandillas. Creo que por aquel entonces, Pampols ya estaba cerrada, por lo que no nos quedó más remedio que ir a Hexágono con toda la patulea.





Camisas de seda de colores imposibles, pantalones de pinzas, camisetas de esas negras caladas, zapatos de tacón imposible en las chicas y brillantes en los chicos...La parafernalia que rodeaba la salida nocturna a la discoteca obligaba a vestir una moda que, vista hoy en día, creo que nos haría vomitar. Por suerte, en aquella época, resultaba casi imposible hacer fotos nocturnas, porque un buen flash no estaba al alcance de cualquiera, y en todo caso, no se solían llevar cámaras a esos lugares por temor a que nos la mangaran. En la discoteca, Pilar se lo pasó bien, pero sin exagerar. Bailamos bastante poco, entre otras razones porque en la pista no cabía un alfiler, y además la música resultaba atronadora. Me resultó curioso comprobar lo que había cambiado yo con respecto a lo de hacer el cabra en la pista. Lo único que me apetecía era sentarme un rato tranquilamente con Pilar, bebernos mi Gin Tónic y su Bloody Mary (le encantaba ese combinado. Algún día os contaré lo bien que lo preparaban en un semiescondido pub de Doctor Esquerdo), y hablar en susurros de lo divino y de lo humano. Decidimos entonces volver a la playa, cuando la noche discotequera estaba en pleno apogeo. Al despedirnos, mi amigo el brasas se quejó de lo muermos que nos habíamos vuelto, etc, etc. Le dejé que hablara, que se desahogara, y después nos despedimos Pilar y yo hasta el día siguiente. No podíamos más. Al día siguiente, bajamos los primeros a la playa. Después de un par de horas, bajaron los demás, y con los ojos vidriosos y un terrible dolor de cabeza, nos contaron lo bien que se lo habían pasado con el chis-pum chis-pum hasta casi el amanecer. Es algo que nunca he terminado de comprender del todo bien. Desde que empecé a salir con Pilar, se me quitaron completamente las ganas de andar zascandileando por ahí hasta altas horas de la madrugada. Y no creo que fuera por su influencia. No. Creo más bien que ese cambio se debió a una necesidad por mi parte de pasar más tiempo con ella, sin necesidad de ningún complemente externo. Lo hemos pasado de muerte muchas veces por la noche, pero simplemente charlando con los amigos de temas más o menos trascendentales, relacionados normalmente con los hechos y acontecimientos de otros amigos que en ese momento no estuvieran presentes. Supongo que eso es algo que le ocurre a todo el mundo. Cuando estás con un grupo de amigos te dedicas a exaltar su amistad y a poner a parir a los que no tienen el privilegio de tenerte entre sus amigos.





Otra situación que se produjo durante aquella semana del 89 fue la inevitable salida al cine de verano. Programa doble, suelo de grava tapizado de cáscaras de pipas y restos de bocadillo de tortilla, sillas independientes de hierro y madera, que se acababan cuando la película era interesante, barra de bar que apagaba su luz normal y encendía una morada cuando empezaba la película, taquillera con labor de costura, acomodador que cortaba las entradas que le daba la gana, para devolver el resto al taco y defraudar así a Hacienda, carreras y gritos para coger el mejor ángulo, cervecita o coca-cola en el suelo (la mitad de las veces se derramaba), y película en rollos, que a veces se quemaba, y otras veces se volvía ininteligible porque el operador se equivocaba y cambiaba el orden de los rollos. Todo eso, y mucho más (peleas por ponerte al lado de la chica que te gustaba, carreras hacia “el establo”, una zona tipo corral techado, cuando caía una tormenta de verano, comentarios graciosos en voz alta, unas veces aplaudidos y otras chistados), era el cine “El Alamo”. Había otro, el cine Charly”, pero el que se llevaba el gato al agua era “El Alamo”. Como un ritual, fuimos todos una noche, y al ponernos la chaqueta, a eso de las dos de la mañana (la primera película comenzaba más o menos a las nueve y media, y el descanso duraba casi media hora, así que echad cuentas), Pilar y yo aprovechamos para abrazarnos y darnos calor el uno al otro. Una noche memorable.





En la próxima entrada os contaré nuestro viaje a Salou.

jueves, 21 de mayo de 2009

El gran susto del 89


Pasó la Semana Santa, y comenzó la fase de calor. Aquel año parecía querer adelantarse el verano. Recuerdo con especial desasosiego los trayectos con aquel coche sin aire acondicionado, de una obra a otra, cada vez más numerosas y más alejadas, con el cigarrillo asomando siempre por la ventanilla, el volante al rojo vivo, y una cinta de cassette sonando a todo trapo, mientras no se atascara, en un vetusto radiocassette de varios kilos de peso. Por aquel entonces escuchaba indiscriminadamente a Camarón, Miles Davis, Asfalto, Iceberg, Sisa, Charlie Parker y otros indocumentados de esa ralea. La cosa cambiaba cuando recogía a Pilar, que ponía cintas de Black, Serrat, Roberto Carlos, y otra fauna bastante más elegante que la que me atraía a mí. Su presencia en el coche servía para dignificarlo. Siempre me echaba la bronca si llevaba planos o papeles desparramados por el asiento trasero sin orden ni concierto, y me obligaba a colocarlo todo antes de movernos. De vez en cuando abría el maletero, y colocaba todo en un orden perfecto, que yo siempre he sido incapaz de conseguir. Era ella la que compraba el ambientador adecuado, la que daba la orden de llevarlo a lavar, la que limpiaba la guantera de papeles y todas esas menudencias inútiles que llevamos todos.

Un sábado indeterminado, entre Semana Santa y verano, quedamos con Montse y Javier, Luis y Feli, etc, y pasamos la tarde en casa de estos últimos. Una tarde muy agradable, que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Al volver a casa, después de dejar a Pilar en la suya tras una larga charla en el coche (era otra costumbre nuestra. Nunca encontrábamos el momento para despedirnos del todo, salvo en las escasas ocasiones en las que había un mosqueo de por medio), me encontré con una imagen de esas que jamás olvidas, porque se te queda grabada en la memoria como a fuego: mi madre, en pijama, surgió de la oscuridad del pasillo, llorando, y me dijo que a mi padre le había dado un infarto.

Al susto que me produjo la situación, sobre todo porque lo último que esperaba era que mi madre estuviera despierta a tan altas horas de la madrugada, hay que unir la gravedad de la noticia, soltada además así, de sopetón, sin anestesia ni nada. No nos olvidemos de que, en aquella época, los teléfonos móviles eran todavía una quimera inalcanzable. Recuerdo que el corazón empezó a latirme deprisa, mientras mi madre empezaba a contarme parte de los detalles, pero sin entrar en muchas profundidades. Tan nervioso estaba, que no se me ocurrió otra cosa que llamar a la Clínica Puerta de Hierro, lugar al que le habían llevado, para preguntar sobre su estado, y sin tener en cuenta para nada la hora que era. La amable enfermera que me cogió el teléfono (otra cualquiera me habría mandado lejos por telefonear a esa hora) me dijo que mi padre seguía en la UVI, pero tranquilo y completamente estabilizado. Se lo dije a mi madre, que se quedó más tranquila ante la noticia y dejó de llorar, y yo me quedé con la duda de si llamar a Pilar o no para contárselo. Por suerte se impuso la cordura, y decidí dejar que descansara.

Aquella noche, como no podía ser de otra manera, dormí poco y mal, y me desperté al día siguiente más cansado de lo que me había acostado. Nada más despertarme, llamé a Pilar y le conté lo ocurrido. Inmediatamente me dijo que se venía conmigo a la Clínica Puerta de Hierro. Yo le dije que no, que lo dejara, que ya le contaría por la tarde, pero insistió, y después de poco más de una hora, la recogí y nos fuimos para allá.

Mi padre estaba en la UVI, y solo se podía pasar de uno en uno. Cuando me tocó el turno, después de mi madre y de mi hermana, me calcé esos patucos de plástico que dan en los hospitales, y entré en la sala. El pobre estaba entubado de arriba abajo, y cuando me vio no pudo evitar emocionarse.
El infarto de mi padre marcó un antes y un después en su vida. Había empezado a sentirse mal en el chalet de un amigo, en los Negrales, después de comer y de echar una partida muy suave al frontón. Achacó al principio el malestar a la comida, pero cuando tuvo que acostarse porque no aguantaba más, mi madre insistió para que el amigo pidiera una ambulancia. De no ser por la intuición y la insistencia de mi madre, es muy posible que no lo hubiera contado.

Apenas estuvo un par de días en la UVI. Enseguida, el martes o el miércoles de la semana siguiente, le pasaron a una habitación. Pilar y yo íbamos a verle casi todos los días. Era la primera vez que ocurría algo grave en mi familia, y estábamos todos muy sensibilizados. Recuerdo aquellos días con una gran carga de tristeza, porque las cosas también empezaron a torcerse en la empresa. Cada vez había más trabajo, yo tampoco tenía demasiada experiencia, y eso hizo que se complicaran las cosas. Por suerte, Pilar seguía a mi lado, a pesar de que, supongo que inevitablemente, debido a lo de mi padre y a la triste situación en la empresa, mi carácter cambió. Ella estaba llena de optimismo, a pesar de que también en su empresa las cosas estaban empezando a ponerse duras, con una carga de trabajo excesiva y una presión sobre los empleados fuera de lo normal.

Con el paso del tiempo, nos dimos cuenta de que a mi padre le había dado un infarto terapéutico. A raíz de aquello, dejó de fumar y adelgazó un montón de kilos. Lo peor fueron las secuelas, ya que tanto mi cuñado Javier como yo tuvimos que dejar de fumar también, porque de fumarse más o menos un paquete de Winston diario, mi padre pasó a convertirse en un allatola antitabaco, actitud que mantiene incluso hoy en día. El caso es que mejoró ostensiblemente su salud, salió pronto de la Clínica Puerta de Hierro, se hizo sus correspondientes pruebas de fuerza y análisis, y todo volvió a la normalidad. El médico que le trató le dijo que había visto anginas de pecho peores que su infarto, pero que de todos modos se cuidara, y lo hizo. Vaya que lo hizo. Para eso estaba además mi madre, ojo avizor ante cualquier cosa que pudiera perjudicarle, tanto a nivel de alimentación, como en lo que se refiere al ejercicio diario.

La actitud de Pilar en aquellos momentos duros de mi vida fue la de estar a mi lado en todo momento. Conocíamos muchas parejas que, llevando incluso más años de relación, se habían venido abajo ante cualquier problema que tuviera uno de ellos, y yo había llegado incluso a pensar en aquella época que estaba sometiendo a Pilar a una prueba muy dura. Estaba por aquel entonces muy lejos de conocer todavía la categoría real de la persona con la que había decidido compartir mi vida. Lo de mi padre, que a mí se me había hecho un mundo, no era casi nada comparado con todo lo que vendría después, y no me refiero a los dos últimos años, sino a acontecimientos, no muy lejanos en el tiempo, a los que les llegará el turno en próximas entradas. Era la primera vez que sufríamos una situación de enfermedad familiar grave de un pariente cercano, aunque ella había tenido la experiencia de sufrir la muerte de su tía Amadora y de uno de sus hijos, ambos de cáncer. Una experiencia terrible. Estaba, por así decirlo, más acostumbrada al dolor que yo, que jamás había vivido una experiencia ni siquiera parecida. Esa madurez de Pilar me ayudó mucho a sobrellevar con más o menos entereza todo el asunto de mi padre.

martes, 12 de mayo de 2009

Días de convivencia




Después de la resaca de luces, colores, sabores y olores que supuso aquella Navidad de 1988, comenzó el 1989, como debe ser. Un año que se presentaba con una frenética actividad laboral, tanto para Pilar como para mí. La agencia de publicidad en la que trabajaba ella, en pleno corazón de la colonia de El Viso, echaba humo, y las reformas y rehabilitaciones que emprendía la empresa para la que trabajaba eran cada vez más numerosas. Un aluvión de trabajo que no se correspondía con el personal destinado al mismo, que lejos de aumentar, en ocasiones disminuía. Cada vez me adjudicaban más obras, y situadas en lugares cada vez más lejanos entre sí. El pobre Peugeot 205 rojo estaba cada vez más agobiado, y yo con él.

Como anécdota de la memoria, relacionada precisamente con el coche, deciros que recuerdo perfectamente el asqueroso olor a tabaco que nos golpeaba, tanto a Pilar como a mí, cada vez que nos metíamos en el habitáculo. En verano no era tan grave el asunto, porque por fuerza había que abrir las ventanas. Y dándole a la manivela, porque por aquel entonces no existían los cómodos botones de ahora. ¿Y porqué había por fuerza que abrir las ventanas?. Pues porque mi corto presupuesto no daba para comodidades, y porque un coche con aire acondicionado, si es que existía en aquel momento, era todo un lujo para los bolsillos de simples curritos como nosotros. El caso es que, por aquel entonces, tanto yo como muchos de los que se subían al coche (excepto Pilar, claro) fumábamos como chimeneas, y teníamos la costumbre de llenar los ceniceros, todos los ceniceros (puertas y centrales incluidos. Creo recordar que había seis o siete. ¿Es posible que hubiera incluso en el respaldo de los asientos delanteros?. Hasta ahí no llego). Gran parte de los amigos excursionistas de fin de semana fumaban, o sea, que era un auténtico desastre, que se intentaba paliar a base de comprar diferentes ambientadores, a cual más hortera y poco duradero. Esto pasaba en los coches de todo el mundo, no os vayáis a pensar que el mío era el único. Lo curioso del asunto es que, si ahora me subo en el coche de alguien que fuma en su interior, me mareo casi al instante. Parece mentira como ha cambiado nuestra capacidad de aguante (¿alguno de vosotros sería capaz de calzarse ahora un viaje Madrid-Cádiz, por una carretera nacional y varias comarcales, con el coche lleno de bultos, seis personas en su interior, sin aire acondicionado, y teniendo que parar cada cincuenta kilómetros para que no se rompiera la correa del ventilador?. Pues Pilar y yo lo habíamos hecho varias veces cuando aún no nos conocíamos, con nuestros respectivos padres y más familia. Con un par.

Nos vimos poco aquellos primeros meses del 89. Los dos acabábamos tan agotados, que muchas tardes entre semana preferíamos irnos directamente a casa a descansar. El frío, la lluvia y el aire tampoco ayudaban precisamente a que quedáramos. Nuestra oportunidad de resarcirnos de haber pasado tan poco tiempo juntos (exceptuando los fines de semana, por supuesto, que eran por completo para nosotros) llegó cuando se presentó la Semana Santa de ese año. Tanto los padres de Pilar como los míos hicieron sus planes, como estaba mandado, y unos se fueron al pueblo, y los otros a la playa. Tanto Pilar como yo pusimos la excusa de tener que trabajar el sábado (que en mi caso era verdad, pero solo durante un par de horas), y nos quedamos en Madrid, con toda la casa de Pilar y la mía para nosotros, ya que mis hermanos se habían ido con mis padres.

Fueron cuatro días de ensueño. A una escala bastante pequeña, tuvimos la oportunidad de conocer, de una forma superficial, pero fidedigna, la calidad que iba a tener nuestra futura convivencia. Estábamos tan a gusto tumbados a la pata la llana, que ni siquiera nos planteamos salir a ningún lugar. El sábado por la tarde, por aquello de desentumecer un poco los músculos, hicimos un esfuerzo sobrehumano, y sacando fuerzas “de franqueza”, como dice un amigo mío (para los que queráis saber como se dice realmente, es “fuerzas de flaqueza”), cogimos el coche y nos dirigimos a Chinchón, aunque solo fuera para tener algo que contar a los que volverían el domingo.

Recuerdo aquella tarde en Chinchón como una de las más asquerosas de toda nuestra vida. A la chucha (cuando Pilar decía “tengo chucha”, se refería a una mezcla letal de sueño, cansancio, aburrimiento y flojera en general. Se manifestaba mediante bostezos, estiramientos de brazos y piernas, y en su fase más aguda, mediante sueños echados en los lugares más insospechados y en los momentos más intempestivos) que nos invadía, había que unir el tremendo calor que hizo ese día, más aplatanador si cabe por la lluvia caída durante el día anterior. Para colmo, Chinchón estaba lleno de gente, que se había pasado todo el santo día viendo y esperando procesiones. Nos costó Dios y ayuda encontrar un rincón en un mesón de la plaza mayor para cenar un escuálido pincho de tortilla y una ración de calamares, por la que nos clavaron como nunca nadie lo había hecho.

Después de un par de horas de deambular, de bostezar, de contener empujones, y de comprar alguna que otra chorrada de recuerdo, Pilar y yo nos miramos a los ojos, y decidimos, sin decirnos nada, que ya estaba bien, que ya habíamos tenido nuestra correspondiente excursión, y que ya era hora de volver a casa. El resto de la semana lo finalizamos haciendo justo lo que habíamos hecho antes de nuestra salida a Chinchón: visualizar compulsivamente las películas de romanos que nos han marcado a lo largo de nuestra vida, año tras año, sin desmayo ni descanso. Quo Vadis, La Túnica Sagrada (la tónica salada para los más irreverentes), Rey de Reyes, Ben Hur (la buena, la de Charlton Heston que estuvo varios años colocada en un cine de la Gran Vía o de Fuencarral, no recuerdo, con un cartelón de varios miles de metros cuadrados) y Los Diez Mandamientos, una película que jamás he entendido qué pintaba ahí, porque su acción se desarrollaba varios miles de años antes que lo que se supone que se debe recordar en Semana Santa.

Pilar y yo nos tragamos todas esas películas, convenientemente aderezadas con los correspondientes platos de patatas fritas, panchitos, ganchitos y demás delicatessen, convenientemente regadas con una mezcla de vino tinto y coca-cola (calimocho).

Cuando acabaron los cuatro días de vacaciones, tanto Pilar como yo estábamos convencidos de que no íbamos a tener ningún problema para convivir juntos. Casi nos llegó a molestar tener que recibir a la parentela de vuelta en casa. Durante el lunes y el martes seguimos viéndonos, aunque no era nuestra costumbre, para mantener el buen rollo que habíamos tenido durante la fiesta propiamente dicha. No teníamos fotos, no habíamos salido, no habíamos ido a cenar a ningún lugar emblemático, no habíamos visto nada nuevo, ni tan siquiera la calle, pero lo habíamos pasado fenomenal. Los dos descubrimos durante aquellos días felices, y así se ha mantenido a lo largo de los muchos años que hemos compartido juntos, que jamás íbamos a necesitar nada que no fuera el uno del otro. Hemos disfrutado de salidas, de viajes, de amigos y de familia, pero cuando las circunstancias nos han llevado, o hemos forzado para que nos llevaran, a pasar un período de tiempo más o menos corto los dos solos, no solo no nos ha importado en absoluto, sino que hemos sabido disfrutarlo como pocas personas saben hacerlo. Por supuesto que ha habido roces, caras largas y malos rollos, pero por suerte han durado bastante menos que la felicidad que hemos sentido siempre el uno con el otro. Hemos viajado mucho los dos solos, y después con Sergio, los tres solos. Hemos disfrutado tanto de esos viajes como de los que hemos hecho con familia y amigos. En todos ellos hemos contado los días que faltaban para su finalización, pensando con tristeza en la vuelta al trabajo, al barrio, a la rutina, vaya. Jamás hemos tenido que finalizar una etapa antes de tiempo, por aburrimiento o por nostalgia de lo habitual. Todo lo contrario. Y si no hemos salido, como en esta ocasión que os he contado hoy, también hemos disfrutado como chiquillos. ¿La clave?. Tenernos el uno al otro, simplemente.

jueves, 7 de mayo de 2009

Navidades del 89


Las navidades de 1989 marcaron un antes y un después en nuestra forma de celebrar esa fiesta tan señalada. Hasta aquel momento, por ejemplo, tanto Pilar como yo teníamos la costumbre de salir, la noche de fin de año, a multitudinarias fiestas en grandes discotecas, o en las que organizaba la Facultad de Medicina en el Hospital 1º de Octubre. Aquel año, como voy a contar más adelante, acabamos con esa costumbre.

Nuestra relación era todavía lo suficientemente joven como para que cenáramos juntos, cada una de las noches señaladas, con su familia o con la mía. Esa costumbre la adquirimos varios años después, cuando comenzamos a vivir juntos. Aquel año nos limitamos a llamarnos por teléfono la noche de Nochebuena, y a vernos, para ir al cine, la tarde del día de Navidad. El resto de las fiestas disfrutamos de unos cuantos días de vacaciones, y nos dedicamos, como dos niños, a recorrer los lugares emblemáticos de Madrid en navidad, como los distintos nacimientos que se colocan en todos los lugares y, sobre todo, Cortylandia, que por aquel entonces todavía merecía la pena.

A medida que pasaban los días se iba acumulando en nuestros cuerpos, sobre todo en el mío, la grasa contenida en mazapanes, polvorones, turrones de todos los sabores, y dulces de dudosa procedencia, envueltos, eso sí, en brillantes papeles de colores. Visitas a la Plaza Mayor, donde dos primos de Pilar, Sonsoles y Román, montan un puesto de belenes todos los años, chocolate con churros en cualquier cafetería de la zona (excepto en San Ginés. Es algo que jamás entenderé: la fama que tiene este establecimiento, cuando su chocolate es con mucho el peor que se sirve en Madrid, sus churros famélicos, y el ambiente siempre desagradable. ¡Y encima te lo sirven en vasos de plástico, por el amor de Dios!), compras compulsivas de todo tipo de regalos, y objetos de artesanía que quedan muy bien en el puesto correspondiente, pero fatal encima de la televisión de tu casa, y todo lo que, en definitiva, se suele hacer en navidades. Ni que decir tiene que la paga extra de aquel año voló como por encanto con tanta salida y tanta compra absurda, pero no nos importaba, porque éramos felices como lombrices, y las luces y la musiquilla machacona nos decían que no pasaba nada, que era navidad, y que había que gastar.

Sirva todo lo dicho anteriormente como una especie de ironía sobre nuestra actitud ante la Navidad. Aquel primer año no nos conocíamos todavía en profundidad. Nos estábamos tanteando mutuamente, y a veces nos callábamos nuestras opiniones, por prudencia, y sobre todo por respeto al otro. La verdad es que nunca nos ha gustado la Navidad. Aparte del frío y la lluvia, algo que Pilar odiaba en profundidad, siempre hemos considerado la Navidad como una descarada manifestación comercial y derrochadora. Empezamos a disfrutarla algo cuando Sergio era pequeño, y le llevábamos a la cabalgata, a los belenes o a cualquier otro lugar destinado a chavales, pero aún en esos momentos nos ha costado disfrutar. Pilar siempre decía que era absurdo ese espíritu de cordialidad, de jovialidad, de amor al prójimo, cuando el resto del año la gente iba a seguir dándose de puñaladas. Disfrutábamos en familia, eso sí, de las cenas y las comidas, todos juntos, recordando anécdotas de la infancia y recordando, y ese es el momento más triste del año, a los seres queridos que ya no estaban con nosotros. La Navidad siempre suponía, tanto para Pilar como para mí, un cierto estado de ánimo cercano al cansancio, a la saturación comercial y a la tristeza. Hemos procurado, todos los años, realizar alguna escapada entre fiestas, por aquello de desconectar por unos cuantos días de la locura colectiva que se apodera de nosotros desde casi septiembre, fecha en la que empiezan a aparecer los turrones en las estanterías del Carrefour.
Aquel año, la noche de fin de año tuvo un desarrollo especial, porque, como ya he dicho más arriba, fue la última de una etapa y la primera de otra diferente. Quedamos con unos buenos amigos, Maricarmen, su novio Emilio, mi primo Juan Antonio y Maise, su novia por aquel entonces, con la intención de buscar algún lugar en el que meternos. Habíamos desestimado por completo la idea de acercarnos a la fiesta organizada por los estudiantes de medicina en el 1º de Octubre. Estábamos saturados de alcohol de garrafón, música brasileña ratonera a última hora, suelo resbaladizo por el sudor de los danzarines compulsivos, matasuegras, guirnaldas y serpentinas. Aquel año, gracias también en parte a nuestro poder adquisitivo (bueno, esto es broma), nos habíamos planteado ir a cualquier discoteca de la zona de Orense, en plan parejitas consolidadas. Otra razón que se me había olvidado por la que no nos apetecía ir al 1º de octubre, era también que ya no necesitábamos ir a la búsqueda desesperada de ligue, la razón principal que nos había motivado en años anteriores.

Después de dar varias vueltas, pelados de frío, con las manos en los bolsillos del abrigo, medio pedos a causa de las copitas de champán y el vino que nos habíamos bebido en las respectivas cenas familiares, con el estómago estragado a causa de la mezcla del cochinillo, la lombarda, los polvorones, los orejones y los higos rellenos de nueces, decidimos meternos por fin en el primero que se nos pusiera por delante. Creo recordar que se trataba de La Nuit, o alguno de esa calaña. Nos hacíamos ilusiones. Por fin íbamos a entrar en un lugar convenientemente climatizado, a escuchar buena música y a tomar una copita de alcohol de marca. Pues bien, cuando nos dijeron el precio de la entrada, creo que fue Juan Antonio, o Maricarmen, el que preguntó inocentemente “¿los seis?”, ante lo cual, la taquillera, que mascaba chicle y tenía gafas con cristales de culo de botella, se descojonó literalmente de nosotros, y nos dijo “¿cómo que los seis? Por barba, hombre por barba”. Cuando por hacer cierta gracia, yo insinué “¿por barba? Entonces las mujeres no pagan”, la taquillera dejó de reír, y sin ninguna consideración nos espetó “si no vais a entrar, venga, aligerando, que hay gente esperando”. Miramos a nuestra espalda, y era rigurosamente cierto. La cola, de más de cien metros, llegaba hasta la esquina. Otro aspecto que nos desanimó fue que la mayor parte de los miembros que integraban esa cola estaban maqueados hasta las pestañas, con sus abrigos recién estrenados, sus zapatos de charol, sus blusas de encaje y sus corbatas de seda. Nosotros nos manteníamos fieles a nuestra estética de after-normal que nos había caracterizado desde siempre, con vaqueros, aquellos horribles jerséis de lana con tirabuzones verticales que nos compraban nuestras madres, acto de tortura por el cual hoy en día, con la ley del menor en la mano, deberían cumplir varios meses de condena.

La cosa se ponía fea. Estábamos aburridos de dar vueltas, y tampoco estábamos dispuestos a gastarnos una fortuna para celebrar una noche que para nosotros ya estaba empezando a no significar nada. Pilar surgió entonces como salvadora, y nos propuso ir a su casa, a jugar a las cartas y a ver la televisión. Su propuesta actuó como un bálsamo sobre nuestras conciencias. Accedimos rápidamente, y en menos de media hora estábamos a cubierto, bebiendo una copita en la tranquilidad del hogar. No recuerdo si los padres de Pilar estaban durmiendo, o habían ido a pasar la noche a casa de los primos de la Elipa, pero el caso es que lo pasamos de muerte. Al año siguiente, ni siquiera nos planteamos salir a la calle. Para nosotros se había acabado esa dulce tradición de salir a pasar frío, a gastar pasta gansa y a coger una mierda que, cuando menos, te duraba un par de días, y te impedía disfrutar del concierto de Año Nuevo dirigido por Von Karajan en Viena (algo que también nos ha parecido siempre una horterada manifiesta, tengo que confesarlo), y de la tradicional comida de Año nuevo compuesta por los restos de la cena de la noche anterior.