domingo, 22 de noviembre de 2009

A modo de reflexión


Parece que se está convirtiendo en una especie de costumbre en este blog desconectar de vez en cuando del relato de nuestra vida juntos, parar un momento, y mirar desde arriba, por así decirlo. Esta es una de esas ocasiones. Tengo que explicaros algo relacionado con el hecho de seguir con esta historia, que seguramente no le importará a casi nadie, probablemente a nadie, exceptuando quizá a nosotros, su familia, a los parientes más cercanos, y a los amigos más allegados. ¿Cuáles son las razones que me empujan entonces a seguir con lo que probablemente sea el blog menos seguido de la historia de Internet?. Las razones son varias, y muy concretas. A pesar del dolor que me causa (que me causaba, más bien. Ese es otro aspecto que quería comentaros hoy) rebuscar en recuerdos y en fotografías, tienen más peso las razones para seguir, que las razones para dejar de hacerlo.

En primer lugar, y eso es algo que llevo metido dentro prácticamente desde que empecé a tener uso de razón, considero que toda vida humana, cualquiera que sea, merece la pena ser contada. No hay nada más importante en el mundo que los recuerdos, vivencias, emociones, historias, tragedias, creencias, principios, alegrías, tristezas y conocimientos, que se encierran en el interior de un cerebro humano. De cualquiera, digo, desde el más famoso de los mortales hasta el más insignificante peón, sea cual sea su lugar de nacimiento. Todo el mundo merece que sus vivencias sean contadas. ¿No os ocurre a vosotros que asistís embobados, después de las comidas familiares, a esa historia de su juventud que nos cuenta la abuela? Podrá relatar mejor o peor, con gracia o con una pesadez absoluta, pero siempre nos fascina lo que dice. ¿Porqué? Pues porque somos humanos, ni más ni menos, y nos alimentamos de las historias que nos cuentan otros seres humanos.

Por esa razón, Pilar no iba a ser menos. Tuvo una vida que merece ser contada, no sólo por su experiencia y su inteligencia, que las tenía, y a raudales, sino por lo fue capaz de aportarnos a todos los que tuvimos la inmensa suerte de conocerla. Tenía sus momentos malos, como todo el mundo, y sus manías, por supuesto, pero lo bueno oscurecía sobradamente lo malo. Ella misma decía que había que ver siempre la botella medio llena, y eso es lo que estamos haciendo ahora nosotros al recordarla.

Existe otra razón, probablemente tan poderosa o incluso más que esa especie de homenaje que creo que se merece Pilar, y es la de que su hijo la conozca un poco más el día de mañana. Sería absurdo por mi parte pretender que el día de mañana mi hijo se leyera este blog, pero si lo hiciera, creo que le serviría para hacerse una idea bastante exacta de lo que vivió esa persona que no sólo le trajo al mundo, sino que fue capaz de infundirle los valores que ahora tiene. No nos olvidemos de que Sergio perdió a su madre con catorce años recién cumplidos, una edad lo suficientemente adulta como para asimilar la pérdida, pero lo suficientemente infantil como para no entender demasiado bien lo que supone esa pérdida. Una edad difícil, complicada, en la que ya se empieza a pasar de los padres. Es posible que alguno de vosotros, en el futuro, le señale estas páginas como un modo de conocer mejor a la que fue su madre. Todos conocemos historias de nuestros padres, “batallitas” a las que no le prestamos mucha atención, entre otras razones porque nuestros padres (los míos y los de Pilar, me refiero) están ahí todavía, y estarán en la siguiente comida para contarnos las mismas cosas. ¿No creéis que sería bonito que alguien se encargara de recopilar, de recordar esas anécdotas, para leerlas cuando ellos no estuvieran? Eso es lo que estoy tratando de hacer con este blog. Plasmar esos veinte años en común antes de que la memoria me falle. Conozco al menos dos personas (mi hijo y yo mismo) a las que algún día les interesará todo esto, y solo por eso ya merece la pena seguir.

He notado que la mayor parte de las entradas se centran en viajes que hicimos Pilar y yo, ya sean más cortos o más largos. Resulta inevitable. El noventa por ciento de las fotografías que están despertando mis recuerdos proceden de viajes, como le ocurre a la mayoría de las personas. Nadie conserva muchas fotografías de su vida cotidiana, a menos que se haya comprado una cámara nueva y se dedique a perseguir a su mujer mientras hace unas lentejas o tiende la ropa. También tengo unas cuantas fotografías de esas, pero no muchas, ya que, cada vez que sucedía, a la tercera o cuarta fotografía me enviaba Pilar a freír espárragos. Es inevitable por tanto hacer muchas menciones a esas salidas que servían para acercarnos cada vez un poco más, para conocernos mejor a nosotros mismos. Es muy posible que a veces cambie incluso las fechas, o el orden de los viajes. Mi memoria no da para más, y a pesar de que en muchas de las fotografías adopté la sana costumbre de colocar la fecha, en otras muchas no lo hacía. No se puede hacer nada, es una pequeña tragedia, pero creo que lo importante es el recuerdo, la sensación de bienestar que nos embargaba cuando deshacíamos las maletas, y no la fecha exacta en que se produjo. Tampoco hay demasiadas dislexias en ese sentido, pero algunas sí que hay, os lo aseguro.

Y por fin viene para mí lo más importante, lo que de verdad me está empujando a retomar este blog cada vez con más ganas. Voy a intentar explicaros con palabras mi estado de ánimo. Con palabras, y con una buena imagen, que dicen que vale más que mil palabras.

Por favor, observad la fotografía de Pilar que encabeza esta entrada.

Sí, es ella. Esa era Pilar. Recuerdo perfectamente el día en que se la tomé. Fue en Salamanca, después de pasar una noche de ensueño en el parador. Una salida de fin de semana. Pilar estaba ese día radiante, feliz. Parece que fue ayer cuando subíamos la cuesta que nos conducía a la catedral. Caminaba deprisa, segura de “encontrar la rana” en la fachada de la Universidad. Esa era Pilar. Esa era la Pilar que me enamoró, la Pilar con la que, después de unos tres años de estar saliendo, había decidido compartir mi vida. Una Pilar también enamorada, que disfrutaba como una chiquilla de su relación conmigo. Éramos dos auténticos gansos, os lo aseguro. Creo que pocas veces se ha visto una pareja de tortolitos empalagosos en tantos lugares de España.

Me refiero a eso precisamente. Esa era Pilar. Con este blog estoy consiguiendo poco a poco que esa Pilar de verdad, la auténtica, la que todos habéis conocido, vaya recuperando su lugar en mi memoria, en vuestra memoria, supongo, desplazando a un rincón de nuestro cerebro cada vez más remoto a esa otra Pilar de los últimos meses.

Pilar sufrió, eso es algo que a estas alturas todos habréis asimilado. Los últimos meses fueron un calvario. La quimioterapia, unida a la hernia que le había quedado de la última operación, la pérdida de pelo, la pérdida de defensas, la convirtieron en otra Pilar, que nada tenía que ver con la Pilar alegre y voluntariosa que había sido durante toda su vida. Sinceramente, no me parece justo que se encaje en nuestra memoria esa última imagen de Pilar, y la única forma de conseguirlo, es observando fotografías como esa. Ya no me entristece buscar una fotografía para ilustrar una entrada. Todo lo contrario. Me sorprendo a mí mismo incluso riendo, recordando la gansada que dio lugar a alguna fotografías que por un cierto sentido del ridículo no me atrevo a colocaros, pero que para mí significan mucho. Pilar medio dormida con Sergio en brazos, en un restaurante con un trozo de pan saliéndole de la boca, con cara de terror ante un flashazo inesperado por mi parte... Cada vez que veo una de esas fotografías me viene a la mente esa Pilar, la auténtica, la que todos habéis conocido en uno u otro momento. Algunos ni siquiera tuvisteis el enorme privilegio de conocerla en aquella época (Jose, Loli), pero es posible que leyendo el blog y observando las imágenes, os podáis hacer una idea de quien era y como se bandeaba por la vida nuestra amiga Pilar.

El blog me está ayudando a superar la pérdida, porque supone un esfuerzo consciente recordar hechos, viajes o situaciones. Recuerdos que están borrando, por su fortaleza y su calidad, los tristes recuerdos del final. Ni más, ni menos. Así que lo siento, amigos y familiares, pero me parece que seguiré aburriéndoos con nuestras andanzas durante un rato largo. A mi ritmo. Qué se le va a hacer. Llevamos un montón de entradas y todavía no han pasado ni tres años desde que empezamos a salir.

Corremos el riesgo de haber creado un auténtico culebrón, pero creo que me estoy enganchando. Suele pasar.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Unas noches en Marrakech


Decididamente, y eso es algo de lo que me he dado cuenta al escribir este blog, probablemente 1990 fue el año en el que más viajes hicimos. Además de las innumerables salidas de fin de semana, hicimos el viaje a Mallorca que comentaba en el blog anterior, y otro importante viaje, allá por octubre o noviembre, a la fascinante Marrakech.

Sólo fueron cuatro días, pero muy intensos. Cuatro días de un puente, no recuerdo cuál, en el que a la mitad de los madrileños se les debió de ocurrir la misma día, porque al mismo tiempo que el nuestro, salieron para allá diez o doce aviones más.

Lo primero que nos impresionó fue el aeropuerto. Pequeño, rodeado de muros de color naranja, con una torre de control ridícula y una terminal que parecía incapaz de asimilar todos los aviones que estaba recibiendo. Los muros de color naranja son una constante en la ciudad, que se repiten en cualquier lugar, tanto en la zona antigua como en la moderna.

El hotel en que nos alojamos parecía de superlujo si lo comparábamos con otro español de la misma categoría. Tenía una piscina monumental, y una zona de palmeras encantadora. El asunto de las palmeras en una constante también en la ciudad. El palmeral de Marrakech, con seis mil hectáreas, es probablemente el más grande del mundo. ¿Cómo es posible que exista un palmeral tan grande en una zona semidesértica?. La leyenda dice que los soldados del fundador de la ciudad, que venían del desierto, se pararon a descansar en la zona y se pusieron a comer dátiles como descosidos. De los huesos que arrojaban nació el palmeral. Un origen probablemente falso, pero ciertamente muy poético.

Marrakech fue el único lugar al que viajamos en plan borrego, con un grupo de gente bastante poco informado del lugar que iba a visitar. Lo primero que nos dijo el guía fue que no diéramos dinero a los niños que, inevitablemente nos lo iban a pedir. Nada más bajar del autocar para visitar la Kutubiya, una impresionante torre del mismo arquitecto que construyó la Giralda de Sevilla (y se parecen mucho, eso es lo cierto), se acercó a nosotros un grupo. Una de las mujeres del grupo, probablemente sintiéndose asediada, y con la intención de quitárselos de encima, pasó completamente de las recomendaciones del guía, y le soltó a la chiquillería una buena cantidad de monedas. Para qué quiso más, la pobre. De todas partes surgieron chavales, que la rodearon como si se tratara de un enjambre de abejas. No fue capaz de quitárselas de encima. Hasta tal punto llegó su sufrimiento, que no volvió a salir del hotel en los cuatro días.

Aquel mismo día, el primero, tuvimos Pilar y yo el enorme privilegio de pasear por la plaza de los muertos, Djemma el FNa, un lugar increíble, famoso en el mundo entero por sus puestos callejeros, sus aguadores, sus contadores de historias, sus dentistas (sí, sus dentistas, que extraían muelas o colocaban dentaduras postizas en medio de la calle), sus encantadores de serpientes, sus ruidos, su música y sus olores. Nos caló profundamente la plaza. Resultaba todo un espectáculo contemplarla desde la terraza de un bar al que nos llevaron para tomar un té a la menta. Ese mismo día tuvimos también la oportunidad de visitar el hotel Mamounia, uno de los más prestigiosos del mundo.

El segundo día nos llevaron al valle del Lourika, un lugar que no parece en absoluto perteneciente a una ciudad tan conectada al cercano desierto. Riachuelos por todas partes, naranjos, y una vegetación abundante, parecían darse de patadas con el entorno. Recuerdo perfectamente que Pilar le dio un bolígrafo bic a un chaval que la abordó antes de subir al autocar para regresar al hotel, y que a continuación, el chaval pretendió venderle por ocho dírhams el mismo bolígrafo que le había regalado ella.

Aquella tarde nos aventuramos, como era nuestra costumbre cada vez que salíamos a algún lado, a pasear por nuestra cuenta. No nos atrevimos a ir a la plaza de los muertos, pero paseamos por la zona nueva de Marrakech, que en todos los aspectos, salvo en la vestimenta de sus habitantes, recordaba una ciudad europea, y no precisamente de las más descuidadas. Amplias avenidas, farolas cada veinte metros, casas de no más de tres plantas... Desembocamos en un mercado en el que se vendían todo tipo de frutas, especias, recuerdos... Resultaba imposible viajar a Marrakech y no comprar nada. Pequeños camellos de sándalo, que despedían un aroma que no se les ha ido con el paso de los años, cajas de madera de raíz de olivo, vasos, el inevitable puf de piel de camello, unas cuantas teteras, platos de “tajine” de barro, una gubia que imitaba plata... Todo tipo de cosas, que destacan con luz propia cuando las ves en la tienda correspondiente, y deslucen ostentosamente cuando, ya en Madrid, las colocas al lado de la fotografía de tu primera comunión o de la torre Eiffel dorada que compraste en París. Eso es lo que sucede siempre con las cosas que se compran en países exóticos. Que no pegan ni con moco con todo lo demás.

Pilar y yo disfrutábamos regateando. De hecho la mayoría de las cosas que compramos lo hicimos por el placer de regatear con el vendedor. Pasamos a una tienda de alfombras bereberes situada en el centro de una calle ancha, y Pilar se enamoró enseguida de dos alfombras, una roja que no sé que ha sido de ella, y una blanca que todavía conservo. El regateo se prolongó durante más de media hora. El vendedor era un tipo muy agradable, muy sonriente y de hablar lento y pausado. Hacia la mitad de la negociación nos ofreció un vaso de té a la menta. El caso es que salimos de allí cargados con las dos alfombras. Uno de los que viajaban con nosotros las vio, y nos preguntó cuánto nos habían costado. Al decirle el precio, abrió unos ojos como platos. Él había pagado más del triple por una alfombra bastante más pequeña que las nuestras. Como no se lo creía, le dijimos que si quería le llevábamos a nuestra tienda al día siguiente, y aceptó. Recuerdo que se ponía nervioso cuando nos veía a Pilar y a mi regateando con el vendedor con una paciencia infinita. Al final se llevó un par de alfombras por el mismo precio que habíamos pagado nosotros el día anterior. No se lo podía creer.
El tercer día hicimos la que probablemente haya sido la excursión más fascinante de nuestra vida. Atravesando el Atlas, llegamos a Ouarzazate, “la ciudad silenciosa”, situada en el inicio del desierto del Sahara. Resultaba increíble entre las nieves perpetuas de las montañas, y la aridez de la tierra que albergaba la ciudad. Visitamos dos kasbahs abandonadas impresionantes, con casas de adobe de varias plantas de altura. Aquel día disfrutamos como enanos del imponente paisaje y de las sugerentes tiendas y puestos callejeros que jalonaban la ruta, tanto en el Atlas como en la ciudad objeto de la excursión.

El último día, por fin, nos liamos la manta a la cabeza, y visitamos la plaza de los muertos por nuestra cuenta. Alquilamos los servicios de un guía local, que nos metió sin dudarlo en lo más profundo de la medina. Hubo un momento en el que nos asustamos, pero al final llegamos a la inevitable tienda de cazadoras de cuero objeto de los intereses de nuestro guía, y no pudimos evitar la tentación de comprar un par de cazadoras que permanecen olvidadas en oscuros rincones de los armarios de la casa del pueblo. Unas cazadoras que estuvieron desprendiendo durante una larga temporada un extraño olor, mezcla de cuero sin curtir y algún tinte más o menos hediondo.

Como colofón a tan fascinante viaje, acudimos la última noche a una cena en el palmeral. Pilar se vistió de berebere con una sugerente túnica negra y una diadema de colores. Mientras cenábamos, acuclillados sobre una mesa redonda, un gran número de grupos folclóricos marroquíes amenizaba el momento, con sus cantos y ese ritmo frenético que les acompaña siempre.

Un viaje inolvidable, sin duda. Creo que fue la vez que más nos costó a Pilar y a mi recuperar el ritmo de vida, una vez de vuelta a Madrid. Nos planteamos seriamente liarnos la manta a la cabeza, abandonar trabajo y familia, y establecernos en las inmediaciones de la plaza de los muertos.

Algo que nos sucedía cada vez que viajábamos, dicho sea de paso.