viernes, 13 de noviembre de 2009

Unas noches en Marrakech


Decididamente, y eso es algo de lo que me he dado cuenta al escribir este blog, probablemente 1990 fue el año en el que más viajes hicimos. Además de las innumerables salidas de fin de semana, hicimos el viaje a Mallorca que comentaba en el blog anterior, y otro importante viaje, allá por octubre o noviembre, a la fascinante Marrakech.

Sólo fueron cuatro días, pero muy intensos. Cuatro días de un puente, no recuerdo cuál, en el que a la mitad de los madrileños se les debió de ocurrir la misma día, porque al mismo tiempo que el nuestro, salieron para allá diez o doce aviones más.

Lo primero que nos impresionó fue el aeropuerto. Pequeño, rodeado de muros de color naranja, con una torre de control ridícula y una terminal que parecía incapaz de asimilar todos los aviones que estaba recibiendo. Los muros de color naranja son una constante en la ciudad, que se repiten en cualquier lugar, tanto en la zona antigua como en la moderna.

El hotel en que nos alojamos parecía de superlujo si lo comparábamos con otro español de la misma categoría. Tenía una piscina monumental, y una zona de palmeras encantadora. El asunto de las palmeras en una constante también en la ciudad. El palmeral de Marrakech, con seis mil hectáreas, es probablemente el más grande del mundo. ¿Cómo es posible que exista un palmeral tan grande en una zona semidesértica?. La leyenda dice que los soldados del fundador de la ciudad, que venían del desierto, se pararon a descansar en la zona y se pusieron a comer dátiles como descosidos. De los huesos que arrojaban nació el palmeral. Un origen probablemente falso, pero ciertamente muy poético.

Marrakech fue el único lugar al que viajamos en plan borrego, con un grupo de gente bastante poco informado del lugar que iba a visitar. Lo primero que nos dijo el guía fue que no diéramos dinero a los niños que, inevitablemente nos lo iban a pedir. Nada más bajar del autocar para visitar la Kutubiya, una impresionante torre del mismo arquitecto que construyó la Giralda de Sevilla (y se parecen mucho, eso es lo cierto), se acercó a nosotros un grupo. Una de las mujeres del grupo, probablemente sintiéndose asediada, y con la intención de quitárselos de encima, pasó completamente de las recomendaciones del guía, y le soltó a la chiquillería una buena cantidad de monedas. Para qué quiso más, la pobre. De todas partes surgieron chavales, que la rodearon como si se tratara de un enjambre de abejas. No fue capaz de quitárselas de encima. Hasta tal punto llegó su sufrimiento, que no volvió a salir del hotel en los cuatro días.

Aquel mismo día, el primero, tuvimos Pilar y yo el enorme privilegio de pasear por la plaza de los muertos, Djemma el FNa, un lugar increíble, famoso en el mundo entero por sus puestos callejeros, sus aguadores, sus contadores de historias, sus dentistas (sí, sus dentistas, que extraían muelas o colocaban dentaduras postizas en medio de la calle), sus encantadores de serpientes, sus ruidos, su música y sus olores. Nos caló profundamente la plaza. Resultaba todo un espectáculo contemplarla desde la terraza de un bar al que nos llevaron para tomar un té a la menta. Ese mismo día tuvimos también la oportunidad de visitar el hotel Mamounia, uno de los más prestigiosos del mundo.

El segundo día nos llevaron al valle del Lourika, un lugar que no parece en absoluto perteneciente a una ciudad tan conectada al cercano desierto. Riachuelos por todas partes, naranjos, y una vegetación abundante, parecían darse de patadas con el entorno. Recuerdo perfectamente que Pilar le dio un bolígrafo bic a un chaval que la abordó antes de subir al autocar para regresar al hotel, y que a continuación, el chaval pretendió venderle por ocho dírhams el mismo bolígrafo que le había regalado ella.

Aquella tarde nos aventuramos, como era nuestra costumbre cada vez que salíamos a algún lado, a pasear por nuestra cuenta. No nos atrevimos a ir a la plaza de los muertos, pero paseamos por la zona nueva de Marrakech, que en todos los aspectos, salvo en la vestimenta de sus habitantes, recordaba una ciudad europea, y no precisamente de las más descuidadas. Amplias avenidas, farolas cada veinte metros, casas de no más de tres plantas... Desembocamos en un mercado en el que se vendían todo tipo de frutas, especias, recuerdos... Resultaba imposible viajar a Marrakech y no comprar nada. Pequeños camellos de sándalo, que despedían un aroma que no se les ha ido con el paso de los años, cajas de madera de raíz de olivo, vasos, el inevitable puf de piel de camello, unas cuantas teteras, platos de “tajine” de barro, una gubia que imitaba plata... Todo tipo de cosas, que destacan con luz propia cuando las ves en la tienda correspondiente, y deslucen ostentosamente cuando, ya en Madrid, las colocas al lado de la fotografía de tu primera comunión o de la torre Eiffel dorada que compraste en París. Eso es lo que sucede siempre con las cosas que se compran en países exóticos. Que no pegan ni con moco con todo lo demás.

Pilar y yo disfrutábamos regateando. De hecho la mayoría de las cosas que compramos lo hicimos por el placer de regatear con el vendedor. Pasamos a una tienda de alfombras bereberes situada en el centro de una calle ancha, y Pilar se enamoró enseguida de dos alfombras, una roja que no sé que ha sido de ella, y una blanca que todavía conservo. El regateo se prolongó durante más de media hora. El vendedor era un tipo muy agradable, muy sonriente y de hablar lento y pausado. Hacia la mitad de la negociación nos ofreció un vaso de té a la menta. El caso es que salimos de allí cargados con las dos alfombras. Uno de los que viajaban con nosotros las vio, y nos preguntó cuánto nos habían costado. Al decirle el precio, abrió unos ojos como platos. Él había pagado más del triple por una alfombra bastante más pequeña que las nuestras. Como no se lo creía, le dijimos que si quería le llevábamos a nuestra tienda al día siguiente, y aceptó. Recuerdo que se ponía nervioso cuando nos veía a Pilar y a mi regateando con el vendedor con una paciencia infinita. Al final se llevó un par de alfombras por el mismo precio que habíamos pagado nosotros el día anterior. No se lo podía creer.
El tercer día hicimos la que probablemente haya sido la excursión más fascinante de nuestra vida. Atravesando el Atlas, llegamos a Ouarzazate, “la ciudad silenciosa”, situada en el inicio del desierto del Sahara. Resultaba increíble entre las nieves perpetuas de las montañas, y la aridez de la tierra que albergaba la ciudad. Visitamos dos kasbahs abandonadas impresionantes, con casas de adobe de varias plantas de altura. Aquel día disfrutamos como enanos del imponente paisaje y de las sugerentes tiendas y puestos callejeros que jalonaban la ruta, tanto en el Atlas como en la ciudad objeto de la excursión.

El último día, por fin, nos liamos la manta a la cabeza, y visitamos la plaza de los muertos por nuestra cuenta. Alquilamos los servicios de un guía local, que nos metió sin dudarlo en lo más profundo de la medina. Hubo un momento en el que nos asustamos, pero al final llegamos a la inevitable tienda de cazadoras de cuero objeto de los intereses de nuestro guía, y no pudimos evitar la tentación de comprar un par de cazadoras que permanecen olvidadas en oscuros rincones de los armarios de la casa del pueblo. Unas cazadoras que estuvieron desprendiendo durante una larga temporada un extraño olor, mezcla de cuero sin curtir y algún tinte más o menos hediondo.

Como colofón a tan fascinante viaje, acudimos la última noche a una cena en el palmeral. Pilar se vistió de berebere con una sugerente túnica negra y una diadema de colores. Mientras cenábamos, acuclillados sobre una mesa redonda, un gran número de grupos folclóricos marroquíes amenizaba el momento, con sus cantos y ese ritmo frenético que les acompaña siempre.

Un viaje inolvidable, sin duda. Creo que fue la vez que más nos costó a Pilar y a mi recuperar el ritmo de vida, una vez de vuelta a Madrid. Nos planteamos seriamente liarnos la manta a la cabeza, abandonar trabajo y familia, y establecernos en las inmediaciones de la plaza de los muertos.

Algo que nos sucedía cada vez que viajábamos, dicho sea de paso.