viernes, 19 de junio de 2009

El champán francés de etiqueta naranja


Desde el verano de 1989 hasta el verano de 1990 se produce una especie de vacío en mi memoria. Recuerdo que las cosas seguían su curso, que nuestra relación funcionaba a las mil maravillas, que por aquel entonces yo me estaba dejando la piel en otra empresa diferente, ganando menos dinero pero mucho más tranquilo, que estaba haciendo unos bloques de viviendas y unos chalets en el sector 1 de Leganés, y que por aquel entonces tuvimos la gran suerte de conocer a una auténtica bellísima persona, un aparejador que llevaba la dirección facultativa de la obra en la que yo estaba, y que se llamaba David Muñoz. Gran persona, gran profesional, y sobre todo una persona con un carácter encantador, conciliador, tolerante y de una gran bondad. Lo que al principio era únicamente una relación laboral, se convirtió con el paso del tiempo en una profunda amistad, que tanto Pilar como yo tuvimos el honor de mantener con David, con su mujer, Ana, y con la prima de Ana, Rubi, que vivía con ellos. Una relación muy especial de amistad y cariño. A partir de 1991, fecha en la que volví a cambiar de empresa para realizar unas viviendas en Aranjuez, comenzamos a salir asiduamente con ellos, y la verdad es que siempre mantuvimos una relación muy agradable. Hablaré de esa relación cuando llegue el momento, porque en esa época le conocí, pero la amistad llegó más tarde.

Creo que fue un fin de semana de otoño del 89, o puede que del 90, cuando Pilar y yo nos liamos la manta a la cabeza, compramos un par de botellas de champán francés (veuve clicquot, o algo así. El de la etiqueta naranja. No se me olvidará en toda mi vida), unas delicatessen (quichés, canapés de diseño y pastelitos), y nos montamos una escapada al corazón de la Sierra de Gredos, nada menos que al parador. Recuerdo que Angel Boyo, un aparejador compañero de David en las obras de Leganés, que al parecer conocía perfectamente la zona, empezó a darme folletos y a explicarme la forma de llegar a los distintos picos de tan prestigioso lugar. Yo le dejé hablar un buen rato, pero como veía que se iba entusiasmando, pensando probablemente que en vez de un fin de semana, me iba a la Sierra de Gredos para todo un año, no me quedó más remedio que colocarle una mano amistosa en el hombro, y decirle “mira, Angel, no te molestes, que voy un par de días, y ni siquiera pienso salir del Parador”. “¿Ni siquiera vas a ver el pico de nosequé?”. “Bueno, si nos da tiempo, a lo mejor. Ya veremos”. La verdad es que el día que llegamos nos dimos un paseo por la tarde, a no más de quinientos metros por los alrededores del Parador, y nos sumergimos de lleno en el encanto de un edificio, uno de los pocos que he visto, en los que la entrada y la recepción son la zona más alta del lugar. Para acceder a las habitaciones había que bajar por el ascensor, no subir, debido a que el Parador, el primero que se construyó en España (el primero que se construyó como Parador, porque esa cadena ha adaptado casi siempre edificios mucho más antiguos, como castillos, hospitales, etc). Después del paseo, Pilar y yo caracoleamos durante cerca de una hora por los pasillos y los amplios salones, a continuación nos metimos en la habitación, y nos cogimos una media toña con el champán que nos duró hasta el día siguiente. Uno de los mejores fines de semana que hemos pasado juntos.

Nunca he visto a Pilar perjudicada por el alcohol, pero sí es cierto que, en cuanto bebía un poco de más, se le ponían unos coloretes tremendos, “le subía el pavo”, como ella misma decía, y empezaba a soltar risas y chascarrillos sin parar, hasta el punto en que a veces, de tanto reírse, empezaba a toser. Los ojos le brillaban un montón, y hablaba como canturreando. De ahí no pasaba. Llegaba un punto, al contrario que la mayor parte de la gente, en el que estaba alegre, pero siempre controlando la situación. En mi caso no era así. A veces (las escasas veces que hemos bebido, que en veinte años habrán sido tres o cuatro) yo me pasaba un poco, y ella me lo recriminaba. Cuando me miraba con ojos penetrantes y me decía “ya vale, ¿no?”, me echaba a temblar y sentía tentaciones de cuadrarme y saludar a estilo militar. En aquella ocasión bebimos los dos al unísono, encerrados en una habitación de un hotel, en un entorno privilegiado, y éramos la pareja más feliz del mundo. Los de la habitación de al lado debieron quejarse, porque nos dieron un toque en la puerta. Después de comernos las delicatessen convenientemente regadas, nos reíamos igual, pero en sordina. Al día siguiente nos levantamos tarde, con una cierta pero muy llevadera resaca, desayunamos como bestias, y por aquello de conocer un poco el entorno, nos dimos una vuelta por la Sierra de Gredos antes de volver a Madrid.

La Navidad transcurrió de forma muy parecida a la del año anterior. Por aquel entonces, las fiestas principales las pasábamos cada uno en su casa, y solo quedábamos la tarde de Navidad, la Noche de Fin de año y la tarde de Año Nuevo, aparte, por supuesto, de las consabidas salidas al centro para comprar los regalitos de toda la familia, comernos un bacalaíto o una croquetas en Casa Labra, y entrar a veces al cine Imperial a ver alguna película de Walt Disney, por aquello de mantener una tradición de la que los dos habíamos disfrutado en nuestra más tierna infancia. La familia estaba bien, mi padre había adelgazado mucho ante el susto que le había dado el corazón a principios de año, y todo transcurría con mucha normalidad. Alternábamos nuestras salidas con amigos recuperados míos y suyos (Juan Antonio y Maise, Maricarmen y Emilio, Montse y Javier, Luis y Feli, etc), y pasábamos sobre todo mucho tiempo solos. El hecho de trabajar en Leganés me dejaba baldado cada día, sobre todo porque llegaba a casa a las tantas, y aunque algunos días entre semana hacíamos por vernos, lo cierto es que el plato fuerte llegaba el fin de la semana.

En el transcurso de ese año, precisamente antes de pasar el fin de semana en el Parador de Gredos, no me quedó más remedio que cambiar mi machacado Peugeot 205 rojo de toda la vida, por un flamante Fiat Tempra, mucho más grande y señorial, aunque todavía sin aire acondicionado, sin elevalunas eléctrico, y sin todas esas chorradas a las que nos hemos ido acostumbrando con el paso de los años. Me ayudó a tomar la decisión el hecho de que un día, yendo a la obra de Leganés, escuché un ruido tremendo que procedía del motor. Me quedé tirado, y al llevarlo al taller, me dijeron que se le había roto una biela. Una avería bastante grande, que tardaron casi una semana en reparar. El Fiat Tempra estaba de oferta, y después de enseñarle a Pilar unos cuantos catálogos que la dejaron deslumbrada, me lo compré en un concesionario de Alcorcón. Recuerdo el olor a nuevo que tenía, que le duró un par de semanas, y que Pilar me prohibió fumar en su interior. Lo poco que fumaba, porque mi padre estaba en plena campaña antitabaco con toda la familia, y poco a poco fuimos dejando de fumar todos. El caso es que me embarqué en el gasto del coche sin tener un duro, porque en la nueva empresa ganaba menos que en la que había estado antes. No nos importaba. Seguíamos siendo más felices que lombrices.

Siempre ha sido así, por otro lado.