viernes, 12 de junio de 2009

Una semana en Salou


Se trataba de nuestra primera salida juntos. Nada menos que toda una semana en Salou, en plena zona de playa mediterránea, en pleno mes de Julio, y en plena efervescencia de nuestra relación.

Partimos de Madrid por la mañana, en un desvencijado autocar, de los que ya no existen ni en los desguaces. Los asientos parecían de piedra, la suspensión estaba suspendida (no existía, vaya), y el aire acondicionado consistía en unos chismes de plástico pegados en el techo del maletero, que ni siquiera se movían ni, por supuesto, echaban aire. Alguien los había puesto ahí para disimular, supongo, como esos aseos químicos de los que disponen todos los autobuses modernos y que, por circunstancias que todavía desconozco, jamás funcionan. Eran otros tiempos. A Pilar y a mi no nos importaban lo más mínimo las incomodidades. Con tenernos el uno al otro nos bastaba y nos sobraba. Nos pasamos prácticamente todo el viaje haciendo planes para el resto de la semana, elucubrando sobre lo divertido que iba a ser Salou, y sobre lo bien que nos lo íbamos a pasar.

Después de unas catorce horas de viaje (serían bastantes menos, pero a nosotros nos parecieron catorce), y de un par de paradas en el camino para comer y para extirar las piernas, llegamos por fin a Salou a media tarde. Tras atravesar toda la zona centro de tan afamado lugar de veraneo, con sus guardias, sus coches, sus familias con sombrilla, sus atascos, sus puestos de churros y sus veraneantes con camiseta anudada a la panza, el autocar nos dejó en un hotel de la zona norte, ni muy alejado ni muy cercano al centro neurálgico, pero, eso sí, bastante cercano a la playa.

Eramos jóvenes, teníamos cara de tortolitos, supongo, y por eso nos pasó lo que nos tenía que pasar. La picaresca española no tiene límites, y los sinvergüenzas tampoco. Después de ir acomodando a todos los pasajeros del autocar (creo recordar que todos habíamos sacado los billetes en la misma agencia) por orden de edades, de más maduros a más jóvenes, nos tocó el turno a la última pareja, más o menos de nuestra edad, y a nosotros. Yo ya llevaba bastante rato, mientras esperábamos, cansados y sentados sobre nuestras maletas, escuchando ruidos de taladradoras, tronzadoras, sierras eléctricas y hasta martillos neumáticos, que parecían proceder de otro ala del hotel que estaba en obras. Pilar, que para esas cosas siempre ha sido muy larga, también se dio cuenta rápido. “Aquí están de obras”, me dijo. El caso es que el recepcionista, un hombre de pelo engominado, traje gris y más labia que el presidente de una tómbola, nos reunió a los cuatro, y sin cortarse un pelo, nos dijo que en la zona que no estaba en obras solo quedaba una habitación, que la otra habitación estaba en plena zona de escombro, ladrillos y cemento, y que no nos quedaba otro remedio que sortear entre nosotros a ver quien se quedaba con la joya de la corona, la habitación de la zona libre de vándalos. El chico de la otra pareja nos miró con ojos de cordero, y dijo que vale, que venga, que sorteo. Pilar y yo nos miramos, con ese gesto que entre nosotros siempre ha significado que “y unos cojones”, y sin intercambiar ningún comentario, nos dirigimos directamente al recepcionista. “Mira -le dije, con un tono de voz muy bajo, para que no nos oyera la otra pareja, pero muy firme. Un tono que siempre nos ha dado buenos resultados, tanto a Pilar como a mi-, si pretendes alquilarnos, tanto a la otra pareja como a nosotros, una habitación en una zona de obras, ahora mismo nos vamos los cuatro a consumo, después de pasar por comisaría, y te metemos una denuncia que te cierran el chiringuito en media hora. ¿Es que tú no sabes que alquilar una habitación en una zona de obras es absolutamente ilegal?”. Ni que decir tiene que yo no tenía ni puñetera idea de si eso era ilegal o no, aunque supongo que sí que lo era, pero el caso es que a aquel buen hombre “se le mudó la color”, como dicen en los pueblos. Se puso blanco, miró otra vez un cuaderno, o cualquier otra cosa que tuviera en el mostrador (Pilar me comentó luego, partida de risa, que lo que había mirado era un teleprograma), y al instante nos dijo “perdonadme, pero había mirado mal. Quedan dos habitaciones en esta zona”. La otra pareja se deshacía en agradecimientos, porque a pesar de mi intento de discreción, habían escuchado mi perorata. Durante toda la semana, cada vez que nos los encontrábamos en algún lugar (Salou es muy pequeño, o lo era antes, quiero decir), nos agradecían de nuevo lo que habíamos hecho por ellos, permitiéndoles dormir en una habitación en condiciones.

En Salou me sucedió con Pilar algo que se ha repetido en muchas ocasiones a lo largo de nuestra aventura juntos. El hecho de que ella había viajado una barbaridad antes de conocerme a mí, no solo por España, sino por innumerables lugares de Europa, le permitía dárselas de conocedora. Por supuesto, conocía Salou, de un viaje que había hecho de pequeña con sus padres. La primera noche me cogió del brazo, y encaminó nuestros pasos hacia la zona centro. “Vamos por aquí, a ver si vemos las fuentes de colores”. Sus recuerdos eran difusos, según ella misma decía, pero la muy puñetera dio a la primera con las famosas fuentes de Salou que cambian de color mediante un sofisticado sistema de luces. El contrapunto a aquella noche, como a casi todas, lo pusieron los dos enormes helados, tipo king size, que nos metimos entre pecho y espalda sin encomendarnos a nadie.

Durante el día nos tumbábamos como lagartos en la playa, a vaguear y a bañarnos de vez en cuando. Estábamos a tuti plain, como los aristócratas, alquilando una sombrilla de paja del tamaño de la carpa del circo del Sol, y dos tumbonas de plástico para hacer lo que su propio nombre indica, es decir, tumbarnos. El primer día, como suele sucedernos a los urbanitas, Pilar se pasó un poco de sol, y se puso roja como un tomate, aunque sin llegar a quemarse. El color de su piel adquirió, curiosamente, el mismo color enrojecido que tenía el biquini que llevaba, por lo que, cuando la miraba con los ojos entornados, parecía que estaba en pelotas. Por suerte, ni la sangre llegó al río, ni el sol era tan dañino como ahora, con lo que con unas cuantas manos de cremita, la cosa no fue a más, y al día siguiente volvimos a disfrutar del solecito, aunque con moderación.

Por la noche, después de cenar, nos dedicábamos a brujulear por la ciudad. Siempre nos ha gustado bucear en todo tipo de tiendas. Pilar se reía cuando yo le decía que un sitio de playa sin tienda de flotadores, cubos para la arena, y patitos de goma, no era un sitio de playa, y Salou, en ese sentido, no solo cumple, sino que desborda todas las previsiones. Hay, y había, tiendas de todo tipo. De ropa, de adornos, de chismes electrónicos de imposible clasificación, de horteradas de las que les gustan a los guiris, de recuerdos hechos con conchas, con alfileres para la ropa, o con cáscaras de mejillones pintadas, de cinturones de cuero, de bolsos, de zapatos (a Pilar le brillaban los ojos cada vez que veía una tienda de bolsos o de zapatos), de “guarreridas”... Todo un universo para el consumidor compulsivo-

En una ocasión nos metimos en una especie de atracción que era la primera vez que llegaba a España. Hoy en día está más que superada, pero por aquel entonces era toda una novedad. Se trataba de la versión “Saloureña” (no tengo ni idea de cual es el topónimo) del pasaje del terror, en el que se hace un recorrido por diferentes salas en las que hay actores que representan famosas escenas del cine de terror de todos los tiempos. Lo cierto es que nos impresionó, sobre todo cuando la actriz que hacía de la niña del exorcista, que tenía una mirada de loca que no podía con ella, se levantó de la cama, se puso al lado de Pilar y mío, que éramos los últimos del grupo, y empezó a insultarnos en voz baja, diciéndonos “cabrones, que yo estoy muy mal, que os mato de verdad, que tengo un cuchillo (y se señalaba la pechera), y aquí nadie se entera, hijos de puta...”. Al llegar a la siguiente sala, la buena mujer se dio la vuelta y volvió a la cama, a esperar al siguiente grupo.

Jamás sabré si aquella mujer estaba loca de verdad, o era una actriz de los pies a la cabeza, pero el caso es que me cuesta recordar otro momento de nuestra vida en el que hayamos pasado más miedo.