miércoles, 29 de abril de 2009

El día del Pilar


El día del Pilar de 1988 teníamos varias cosas que celebrar. Por un lado, hacía un año justo que nos habíamos conocido, en aquella puerta del Burguer King de Diego de León. Por otro lado, tanto Pilar como su madre se llamaban igual, y era costumbre celebrar tan señalado día con una comida. Desde ese año, sin perdonar ni uno, hemos mantenido la costumbre de comer con los padres de Pilar, unas veces en algún lugar señalado, y en muchas ocasiones en un lugar concreto, la marisquería de Sánchez Ferrero, unas veces en Alcobendas y otras en Canillas.

Salvo cuando comíamos en algún lugar diferente, o cuando tan señalada fecha nos pillaba de viaje, por coincidir con algún puente señalado (en cuyo caso siempre nos las arreglábamos para viajar con mis suegros), la costumbre era siempre la misma en la mencionada marisquería: un arrocito para trs personas, una mariscada de la casa, y un par de botellas de vino blanco, que estaban de muerte. Mientras mi suegro y yo escanciábamos las copas, mi suegra y Pilar nos ponían a pariri, y nos decían, con esa mirada crítica que tanto cargo de conciencia nos provoca a los borrachos esporádicos, que ya habíamos bebido bastante. Una vez que Sergio ya comenzaba a ser mayor, y a gustarle el cine, repetimos también ese día una costumbre que se ha mantenido también invariable durante muchos años: la asistencia al IMAX de Méndez Alvaro, con su pantalla circular de dimensiones astronómicas y sus gafas para poder ver películas en tres dimensiones. En más de una ocasión, y gracias a la velocidad y a las imágenes de las películas que se proyectaban en la superpantalla, hemos sentido cómo el arrocito y el marisco bailaban una sardana en el interior de nuestros estómagos. La sensación al ver una película con cámara colocada durante un buen rato en la primera vagoneta de una montaña rusa, resulta más dura que montar en la montaña rusa real.

Recuerdo con especial cariño dos jornadas señaladas de nuestro día del Pilar. Una se produjo hace escasamente cinco años, más o menos. Habíamos terminado de comer en nuestra marisquería preferida, y decidimos no ir al IMAX, sino al museo de la Caixa, situado más o menos cerca del restaurante. Mi suegro Pepe y yo caminábamos con nuestro puntito habitual, producido por las dos botellas de vino que nos habíamos metido entre pecho y espalda. Nuestras respectivas comentaban lo ganso de nuestro aspecto, las tonterías que hacíamos y decíamos, y Sergio, con sus ocho o nueve años recién cumplidos, se reía como un bendito de su padre y de su abuelo, perjudicados ambos por el maldito alcohol. En esas estábamos, recorrida más o menos la mitad del camino hacia nuestro lugar de destino, cuando el cielo, que hasta entonces había lucido un majestuoso y despejado tono azulado, comenzó de repente a oscurecerse, con tan mala fortuna, que a los pocos segundos comenzó a caer una impresionante tromba de agua. Tan convencidos estábamos de que nos iba a hacer un día magnífico, que ni siquiera habíamos tomado la precaución de coger os paraguas, por si acaso. La lluvia, torrencial y con una fuerza impresionante, les destrozó completamente el peinado a las dos mujeres, que habían ido ilusionadas a la peluquería el día anterior. A Pepe y a mi nos caló totalmente los trajes que ese día habíamos decidido colocarnos, sin saber muy bien porqué, porque siempre habíamos ido de sport. Más o menos arreglados, pero de sport al fin y al cabo.

Creo que jamás he visto bajar tanta cantidad de agua por una calle como aquel nefasto día. Pe3pe y yo nos despejamos de repente, nos olvidamos de nuestra leve cogorza, y emprendimos una alocada carrera, cogiendo a Sergio medio en volandas, a la búsqueda de algún lugar en el que refugiarnos. Como era de esperar, llevábamos zapatos nuevos, con los cuales la simple acción de correr se convertía en toda una tortura para nuestros pies. El agua se abría camino hasta la planta, en la se producía un chapoteo cada vez más pronunciado. A todo esto hay que añadir que Sergio, a pesar de la lluvia, se iba meando literalmente de la risa que le entró al ver a su patética familia inundada de los pies a la cabeza. La fatalidad había querido que caminásemos por una calle no solo sin locales comerciales, sino ni tan siquiera con un alero o con un árbol salvador. Tuvimos que correr un buen trecho hasta llegar al porche de un colegio, lugar en el que recalamos para hacer un recuento de destrozos y de bajas en nuestra vestimenta. Las mujeres emitían “uuuuuuuu...” de disgusto y consternación, mi suegro y yo nos quitamos los calcetines para exprimirlos e intentar secarlos un poco, y el bueno de Sergio, que gracias a los esfuerzos de su abuelo y mío era el que más airoso había salido del aguacero, se reía sin parar. Aquello no nos amilanó lo más mínimo. Después de haber repuesto en cierto modo nuestro aspecto, y una vez que la puñetera nube pasó de largo, eso sí, reemprendimos nuestro camino hasta Cosmocaixa, donde pasamos una tarde de lo más agradable roncando admirablemente en el planetario.

En otra ocasión, cuando Sergio apenas contaba con uno o dos años, llevamos a mis suegros a “La fonda”, un magnífico restaurante catalán situado en Príncipe de Vergara, hoy en día ya cerrado, que habíamos descubierto Pilar y yo cuando éramos novios. Un lugar elegante, sofisticado, y no demasiado caro, en el que habíamos reservado mesa para cinco con una semana de antelación.

Llegamos al restaurante al filo de las dos y cuarto, la hora a la que habíamos reservado. En el trayecto desde casa al lugar de la celebración, de una duración de apenas quince minutos, Sergio había aprovechado para dormirse en el coche. Aquello me escamó un poco, porque los despertares de Sergio siempre eran violentos, pero en fin, no le di demasiada importancia. Cuando aparcamos el coche, sacamos la silla, porque Sergio se despertó sin demasiadas ganas de andar, aunque ya lo hacía, y como una persona mayor. Entramos en “La Fonda”, y desde la misma puerta, un amable maitre, escrupulosamente trajeado, nos acompañó hasta la mesa que habíamos reservado. Sergio dormitaba. Sonaba una música ambiente suave, la temperatura del local era la ideal, no se escuchaba una mosca por parte de los comensales... El selecto lugar impresionó a mis suegros, que no lo conocían. El maitre cogió cuatro cartas, apartó las sillas de las señoras, y solicitó amablemente que nos sentáramos. En aquel momento, Sergio se convirtió, literalmente, en un geiser humano, algo que solía sucederle cuando se quedaba dormido en el coche, como ya he comentado anteriormente. Jamás he visto una vomitona (bueno, sí, en otra ocasión que ya aparecerá por estas páginas) del calibre de la que aquel día del Pilar vertió mi hijo sobre sus parientes más cercanos, sobre un amable maitre catalán, y sobre todo un mantel bordado a mano. Resultó increíble. Mi suegra gritó un “uuuu...” de terror cuando el biberón que se había tragado la criatura a media mañana, decidió por su cuenta salir a ver mundo. Nos quedamos todos de piedra, incluido el maitre y, por supuesto, los comensales, que apagaron sus conversaciones para observar el fenómeno. El buen hombre intentó convencernos de que nos quedáramos, de que no pasaba nada, de que se cambiaba el mantel y listo, pero mientras decía esto, yo olisqueaba el fuerte olor a leche agria que estaba empezando a emanar de mi hasta entonces impoluto traje, y Pilar me hacía gestos con la cabeza para decirme que saliéramos de allí escopetados. Me inventé la excusa de que teníamos que llevar al niño a urgencias, porque aquella vomitona no era normal, y salimos del restaurante, corridos, avergonzados, y con un hambre de mil demonios. Mientras volvíamos a casa en coche (lógicamente, no podíamos ir a ningún otro lugar), nos entró la risa, esa risa floja que te entra en las situaciones más patéticas. Hasta el cabroncete de Sergio se descojonaba, como si entendiera perfectamente el tinglado que había liado.
Ni que decir tiene que jamás volvimos a “La Fonda”, ni solos Pilar y yo ni, por supuesto, en familia. Cada vez que nos lo planteamos, pensamos que hubiera sido muy vergonzoso que aquel pobre maitre nos hubiera saludado diciendo “Buenos días. ¿Se ha recuperado ya nuestro pequeño geiser humano?"