miércoles, 15 de abril de 2009

Ricos y famosos


Las cosas no me iban del todo bien en el trabajo. Llevaba demasiadas obras de restauración y rehabilitación, y los trabajadores que contratábamos, a un precio muy barato, no eran precisamente de los que pudieras dejar solos a cargo de un tajo. Me sentía muy presionado. Los diferentes clientes telefoneaban a la empresa, la empresa me localizaba a mí por medio de un busca que me obligaba a telefonear estuviera donde estuviera (un busca arcaico, que emitía un pitido, sin mensaje ni nada que se le pareciera. Cuando sonaba el pitido, había que llamar. Así de antiguo y así de simple).

Entre el busca, la presión, y la madre que parió a este oficio de la construcción, estaba nervioso durante prácticamente toda la semana. Ganaba más del doble, pero no me compensaba en absoluto. Fue una de las primeras ocasiones en las que concluí que es más importante estar a gusto que ganar mucha pasta. Pilar y yo ahorrábamos bastante, ya que, por cuestión de horarios y de situaciones de nuestras respectivas empresas, no nos veíamos todos los días, como antes. Empezábamos, a pesar de no llevar ni siquiera un año juntos, a hablar de nuestro futuro. La verdad es que yo no lo veía demasiado claro. Vislumbraba que iba a estar poco tiempo en esa empresa.

Recuerdo una tarde en la que había tenido un follón de tres pares de narices en una de las obras de reforma. Estaba cabreado, muerto de cansancio, y casi sin ganas de ver a Pilar. Al salir, con la intención de coger el coche e ir a buscarla, me encontré a la buena de Pilar apoyada en el Peugeot 205 rojo. “Vaya -le dije-. Qué sorpresa”. Yo iba con un compañero, así que inicié las correspondientes presentaciones- “Aquí fulanito, aquí Pilar”, dije. Fulanito estrechó la mano de Pilar, saludando amablemente, y ella, sin decir nada, empezó a llorar a lágrima viva. Yo la abracé, fulanito se despidió para dejarnos solos a nuestra bola, y Pilar, entre sollozo y sollozo, me contó que había tenido una bronca muy grande en la agencia de publicidad en la que trabajaba, porque al parecer había que sacar una campaña fuera como fuera, y se habían tenido que quedar, o se iban a quedar, no recuerdo bien, un par de días con sus correspondientes noches para poder entregar el trabajo a tiempo.

La época de felicidad de nuestras tardes en Santa Engracia y sus aledaños había pasado a la historia. Teníamos más dinero (“cuando éramos ricos y famosos”, solía decir Pilar al recordar este periodo), pero también más presión en el trabajo. Era una época incierta, recién salida de una crisis que había durado prácticamente hasta el 86, y precursora de la crisis que se nos avecinaba en los primeros 90. Todo el mundo se colocaba, no había problema, y algunos, como había sido mi caso, en un par de empresas, una de mañana y una de tarde, pero las condiciones de trabajo eran muy duras. Resultaba muy extraño acabar la jornada antes de las diez de la noche. Las oficinas, cualquier oficina, bullían hasta prácticamente la hora de cenar, y cuando llegaba la hora de cerrar el mes, la gente se quedaba hasta que amanecía al día siguiente. No era una situación diferente a la que se vive ahora, pero a nosotros nos pillaba de nuevas, por así decirlo. Pilar no estaba acostumbrada a echar horas en la empresa de publicidad en la que trabajaba antes de cambiarse a esta, y yo llevaba solo un par de años dando bandazos por esos mundos de Dios de la construcción, por lo que tampoco estaba acostumbrado.

Aquella famosa tarde del disgusto de Pilar estuvimos los dos bastante tristes, debido a la presión de nuestros entornos laborales respectivos, pero por otro lado, nosotros siempre buscando el lado positivo de las cosas, nos sirvió para darnos cuenta de que estábamos los dos más unidos que nunca. Nada une más que la adversidad, y la bronca que le habían echado a Pilar, unida a la presión a la que me sometían a mí mis jefe, nos unió como una piña. Nos planteamos cambiar de trabajos, montarnos por nuestra cuenta, irnos a vivir a otro lado y empezar desde cero los dos juntos... No recuerdo bien el sin fin de conjeturas que nos hicimos aquella noche triste, entre trago y trago del zumo del Elkes que nos habíamos pedido. Supongo que es algo normal entre dos personas que se conocen, que se quieren, y que tienen una vida paralela al mundo de yuppi que se han montado al empezar a salir. Supongo también, y eso lo pensé bastante tiempo después, que en ese momento estábamos empezando a bajar de la nube en la que nos habíamos montado, y que empezábamos también a compartir tanto las alegrías de cada uno como las tristezas. Tuve una sensación extraña aquella noche. Pilar siempre ha sido fuerte. Muy fuerte, diría yo, a tenor de los acontecimientos y de los sinsabores que hemos tenido de vez en cuando, pero en aquella ocasión se me presentó con toda su franqueza, mostrándome sin ningún pudor, y sin importarle un carajo la presencia de mi compañero de trabajo, un momento de fragilidad que a mis ojos, en aquel momento, la hizo un poco más humana de lo que ya era. Estábamos madurando en nuestra relación. Nos habíamos ahorrado, a causa de la edad en la que habíamos empezado a salir, todos los malos rollos y tonterías que se tienen cuando se vive una relación desde una edad muy temprana. Nosotros ya éramos personas hechas y derechas, con nuestras miserias, nuestras flaquezas, y nuestras responsabilidades laborales, que en aquel momento eran muchas y variadas.

Aquella tarde tuvimos los dos muy claro que nos teníamos el uno al otro, y a partir de aquel momento, yo le contaba a Pilar todo lo relacionado con mi trabajo, y ella todo lo relacionado con el suyo. Aprendimos a valorar así el ambiente laboral de cada uno, y establecimos esa complicidad en todos los aspectos que ha presidido nuestra vida juntos. Perteneciendo a dos mundos completamente diferentes (una agencia de publicidad comparada con una constructora es como comparar a Dios con el diablo. No nos olvidemos de que la construcción es el paso previo a la delincuencia), respetábamos profundamente el papel que cada uno de nosotros tenía en su empresa. Al día siguiente, todas las conjeturas vitales que nos habíamos hecho se esfumaron en el olvido. Los jefes de Pilar pidieron disculpas por el chorreo inmerecido, se pusieron más días de plazo para entregar la campaña, y todos contentos. Yo tuve un buen día, de esos en los que parece que todo sale bien, así que, cuando nos vimos, estábamos los dos contentos, y pudimos dedicarnos a pensar en otras cosas no tan trascendentales como nuestro futuro. Organizamos un poco las navidades de aquel año, que ya estaban cerca, y miramos unos cuantos escaparates, buscando ideas para regalar. El nubarrón laboral y ético había pasado de largo, al menos por el momento, dejándonos en todo caso con la sensación de que éramos, los dos juntos, un poquito más fuertes que por separado.