miércoles, 25 de febrero de 2009

Felicidades


Los cumpleaños de Pilar no se celebraban de una manera normal, como los de la mayoría de la gente normal. Eran más parecidos a una fiesta de varios días, tipo Pascua, Semana Santa, o Navidad. La razón por la que digo esto es muy simple: hacíamos varias celebraciones, porque uno de los pocos dogmas de fe que hemos mantenido a lo largo de nuestra trayectoria juntos, ha sido siempre el de no mezclar, ni bebidas, ni amistades, ni familiares.

Esa filosofía nos obligaba a mantener la costumbre de celebrar el cumpleaños en varias fases. Si el 28 de febrero caía en un día normal, entre semana, se celebraba la ceremonia más entrañable, con sus padres, Sergio cuando llegó, y yo, comiendo en casa, la consiguiente tarta o unos pasteles, y los regalos. Los regalos, se entiende, que le hacíamos sus padres y yo, porque el resto de la familia se los hacía el primer fin de semana que hubiera después del día del cumpleaños propiamente dicho.

A Pilar le encantaba que le hicieran regalos. Le resultaba imposible disimular la alegría que sentía cuando alguien le entregaba algo envuelto en papel de regalo. Creo que no he conocido a otra persona que disfrutara tanto abriendo envoltorios. Reía entusiasmada, como una niña pequeña, descubriera lo que descubriera en el interior del paquete. Agradecía con la misma sonrisa un reloj fashion, un bolso, o un chisme para dar masajes en el cuello. Bueno, este último engendro, que le regalé yo (¿quién si no podría regalar otra tontería semejante?), lo cierto es que acabó devolviéndolo, porque al primer masaje le salieron unos ronchones en el cuello que tardaron varios días en desaparecer. Era capaz de estar todo el santo día indagando, preguntando a unos y a otros qué le iba a caer, y hasta mirando en los armarios para ver si descubría los paquetes. Una vez la descubrí haciendo esto, y se puso roja como un tomate. En otra ocasión, descubrió lo que había dentro del paquete agitándolo. Pilar era, en definitiva, una experta en el asunto de los regalos. Resultaba siempre muy agradecida, era un verdadero placer regalarle lo que fuera, cualquier cosa, una tontería. Ella sonreía y se alegraba como si le hubieran regalado el diamante más famoso del mundo.

El día del cumpleaños, el 28 de febrero, el teléfono comenzaba a sonar a primera hora de la mañana, y ya no paraba en todo el día. Era algo increíble. De su familia llamaban prácticamente todos. Yo nunca había visto nada igual. Acostumbrado como estoy a que mis cumpleaños pasen sin pena ni gloria, alucinaba cuando veía a Pilar todo el santo día pegada al teléfono, con esa sonrisa y esa bondad que mostraba siempre cuando hablaba con alguien. No solo recibía llamadas de la familia. Amigos, vecinos, compañeros de trabajo... Todo el mundo se acordaba perfectamente del cumpleaños de Pilar.

El fin de semana siguiente se celebraba la segunda parte de la ceremonia, con mi familia, y a veces la suya si no se había podido celebrar el día del cumpleaños propiamente dicho. Normalmente se hacía una comida o una cena, normalmente en casa, con platos preparados por Pilar, que era una gran cocinera, como ya sabéis muchos de vosotros, y especialmente los que habéis tenido la oportunidad de comprobarlo. La celebración acababa de la misma manera que la del día oficial, con la entrega de regalos, si es que habíamos podido contener el nerviosismo de Pilar. En muchas ocasiones no nos fue posible, y Pilar estaba ya abriendo regalos antes de que los invitados terminaran de quitarse los abrigos.

Uno de los dos días del fin de semana siguiente lo reservábamos para celebrar el cumpleaños con las amistades. En esta ocasión, sobre todo al principio, solíamos hacerlo fuera, en alguna terraza de el Pardo, un lugar al que solíamos ir bastante, influenciados por Montse y su novio Javier, a los que les gustaba bastante aquel pueblo. En los últimos años nos las arreglábamos para hacer coincidir dos celebraciones de cumpleaños, la de Pilar y la de nuestro amigo Jose, que cumple los años muy poco después de Pilar. Tengo muy recientes en la memoria las maravillosas comidas y cenas que hacíamos en casa de Loli y Jose, o en la nuestra, que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, y en las que no dejábamos de reír durante ni un solo segundo, fuera a costa de lo que fuera, normalmente a costa de los años cumplidos por Pilar y Jose. Loli le cogió enseguida el truco a Pilar, y puedo decir con autoridad que los regalos que le hacía siempre le han encantado.

He celebrado con Pilar veinte cumpleaños, ni uno más, ni uno menos, y de los veinte guardo algún recuerdo, alguna sensación, alguna alegría o alguna pena, si no estaba en casa, como ocurrió varias veces durante los años en los que trabajé fuera de Madrid. Una pena efímera, porque sabía de sobra que el fin de semana llegaría la celebración multitudinaria del acontecimiento. Han sido veinte cumpleaños llenos de regalos, de besos, de agradecimientos, de llamadas telefónicas, de felicitaciones, de abrazos y de felicidad. Han sido también veinte cumpleaños llenos de flores.

El primer año que Pilar celebró su cumpleaños conmigo, cuando apenas habíamos empezado a salir, se las arregló para insinuarme que le encantaban las orquídeas. Aquello marcó una costumbre que ha perdurado hasta el final: el regalo de flores. Las primeras orquídeas, que hacían su aparición en su cumpleaños, en San Valentín, en el día del Pilar y en cualquier otra ocasión en la que se me ocurriera, dieron paso a las rosas, a los ramos de flor variada y, en una ocasión, a un ramo de tulipanes que no nos duró ni tres días. En Navidad, siempre había en casa una flor de pascua, la mayor parte de las veces adquirida por su madre. El ritual era siempre el mismo: Pilar se emocionaba al recibir el ramo, y después me pedía que me subiera al sofá a coger el jarrón que teníamos en la zona más alta de la librería. Un poco de agua, y el ramo presidía la mesa durante todo el tiempo que duraba. La forma de recibir el ramo también era casi siempre la misma: lo encargaba en la floristería de turno, y se lo enviaban a casa a media mañana, normalmente con una tarjeta mía en la que le decía una de esas frases, más o menos cursis, que se suelen decir cuando se regala un ramo de flores.

Estés donde estés, Pilar, te deseo que pases un feliz cumpleaños.