martes, 3 de febrero de 2009

Dos ribeiros y una de pulpo


Al día siguiente, Pilar se presentó con abrigo blanco muy elegante, y nada más verme me soltó un beso. Nos cogimos del brazo y nos dirigimos hacia la calle Zurbano, sin rumbo fijo, a la búsqueda de algún bar para tomar algo. Resulta curioso, recordándolo ahora, que no estuviéramos cansados en absoluto, a pesar de trabajar los dos en aquella durante casi diez horas diarias, hasta las siete o las siete y media de la tarde. No nos importaba en absoluto. Quedábamos todos los días, y nos movíamos por la zona de Santa Engracia y calles aledañas, porque la zona en la que trabajaba Pilar, la colonia del Viso, estaba bastante despoblada de pubs y bares para comer algo.

En Zurbano descubrimos un pub cerca de la embajada inglesa, creo recordar. Nos sentamos y pedimos algo de beber, mientras Pilar me contaba que en su trabajo le habían descubierto enseguida en la cara que estaba saliendo con alguien. “Maite, nada más verme, me lo ha dicho: qué contenta se te ve hoy”. Pilar era muy expresiva, todos los que la conocisteis lo sabéis de sobra. Se le notaba enseguida, sin que dijera nada, si estaba molesta, alegre, radiante, triste o simplemente aburrida. Mientras me contaba aquello, su cara reflejaba exactamente la misma expresión que le había descubierto la tal Maite aquel mismo día por la mañana. Disfrutaba rememorando el momento en el que su compañera había descubierto que tenía algo que contar. Finalmente, se había visto obligada a dar explicaciones, y les dijo a sus compañeros que estaba saliendo con un chico bastante simpático.

A aquellas alturas, después de más de dos meses de relación, prácticamente nos lo sabíamos todo el uno del otro, al menos en lo que se refería a circunstancias laborales, familiares y lúdicas. Había llegado el momento de conocernos un poco mejor, pero la verdad es que los primeros días hablábamos bastante poco, por no decir nada. Nos fundíamos en interminables besos y arrumacos, como si quisiéramos recuperar el tiempo perdido.

Pilar me llevó uno de aquellos primeros días, una tarde en la que me había llevado el coche, a un bar que todavía existe, el “Elke´s”, en la calle Añastro, un lugar en el que preparaban unos zumos de muerte, en copón gigante, con los ingredientes que quisieras. Resulta curioso que muchos de nuestros amigos de aquella época y posteriores respondían con un “Ah, sí, el Elke´s”, cuando les hablábamos de la panzada de zumos que nos dábamos un día sí y otro también. Si nos habíamos quedado con hambre, nos metíamos entre pecho y espalda un cruassán relleno de jamón y queso en una cafetería situada un poco más arriba en la misma calle.

Otras veces nos quedábamos por la zona del Canal de Isabel II, y más concretamente en un bar regentado por una pareja gallega situado en una de las calles perpendiculares a Santa Engracia. La historia de este bar es bastante curiosa. Normalmente, nada más vernos, a eso de las siete o las siete y media, nos íbamos a un pub, a tomar un par de coca-colas o unas cervezas, y a eso de las diez, las diez y media y en algunas ocasiones incluso las once de la noche, nos presentábamos en el susodicho bar, con más hambre que un par de lobos, para pedirnos, y esto creo que fue desde el primer día, una ración de pulpo a la gallega.

Al principio, la mujer, que era la que cocinaba, no hacía ningún gesto, pero al repetirse la jugada durante tres o cuatro días, empezó a mostrar su fastidio, supongo que por tener que ponerse a preparar una ración de pulpo a la gallega a tan altas horas de la noche, y un día de diario, además, en el que normalmente el local estaba vacío o con los últimos parroquianos. Recuerdo que sentíamos algo de remordimiento ante los cada vez más manifiestos gestos de fastidio de la mujer, pero como nos gustaba mucho el pulpo a la gallega, volvíamos cada día. “Buenas noches. Dos ribeiros y una de pulpo a la gallega, por favor”, era nuestro saludo al marido –en realidad no sabíamos si eran marido y mujer, pero como en el noventa por ciento de los locales regentados por gallegos es esa la costumbre, decidimos que aquel bar no iba a ser menos-. El marido miraba entonces a su mujer, con ojillos de cordero y una sonrisa dibujada en los labios, y era entonces cuando ella bufaba, muy leve los primeros días y descaradamente después. Tardaba poco en preparar la ración de pulpo, y menos nosotros en devorarla, sin intercambiar a penas una palabra, ni entre nosotros ni entre tan entrañable pareja. Terminábamos de bebernos el vino, pagábamos religiosamente, y hasta el día siguiente. Una vez, mientras arrancaba el coche, observé a través del espejo que la pareja salía del bar y echaba el cierre, lo que me terminó de concebir la idea de que realmente estaban deseando que nos fuéramos para descansar. No por ello dejamos de acudir a nuestra cita diaria. El pulpo a la gallega que preparaba aquella mujer estaba de muerte. Hasta que ocurrió lo que ocurrió.

Pilar y yo contábamos esto como anécdota, para justificar lo radicales que podíamos llegar a ser cuando algo no nos cuadraba. El caso es que, un buen día, llegamos al bar de los gallegos, como tantas otras veces, y como tantas otras veces, pedimos los dos ribeiros y la ración de pulpo a la gallega. El marido miró a la mujer, como siempre, pero en esta ocasión, la buena señora no bufó, como era su costumbre. Sonrió a su vez, y nos dijo “no me queda pulpo”. Pilar y yo sentimos que algo se hundía bajo nuestros pies. ¡!No le quedaba pulpo!!. Sin decirnos una palabra, sabíamos los dos lo que estábamos pensando. “Pues nos vamos”, le dijimos al hombre. “¿Cómo que se van –dijo la mujer-. Tengo otras cosas. Lacón con grelos, codillo con cachelos... Hoy he preparado una empanada de zamburiñas que está de muerte”. Nada. No hubo manera. A pesar de que los platos que nos nombraba aquella desesperada mujer estaban tan buenos o más que el pulpo a feira, como pudimos comprobar años más tarde durante nuestra estancia en Santiago de Compostela, estábamos tan dolidos en aquella ocasión por no haber podido cenar nuestro pulpo, que abandonamos el local sin ningún tipo de complejo. Y no fue eso lo peor. Lo peor fue que jamás volvimos. No me preguntéis porqué. Supongo que el atontamiento que producen los primeros días, meses y años de noviazgo en algunos casos, tuvo bastante que ver con aquella drástica decisión, pero la cuestión es que jamás volvimos a aquel bar, del que a día de hoy ignoro por completo si todavía existe.

Y fue una pena, porque aquel pulpo a feira estaba de muerte, os lo aseguro