miércoles, 18 de febrero de 2009

El amigo hipopótamo


Eramos jóvenes, maduros, trabajábamos, los dos teníamos un sueldecito (bastante más alto el de Pilar que el mío, todo hay que decirlo), estábamos empezando una relación... Pero sobre todo, y por encima de todo, éramos novios, y ya se sabe que los novios, a pesar de todo lo anterior, hacen muchas tonterías, “muchas tontunas”, como nos decían nuestros mayores, y la historia que voy a contaros hoy no es más que eso, una tontuna, una de esas “regresiones a la infancia” que solo tienen los enamorados. Los recién enamorados, para matizar un poco más la cuestión. Seguro que a todos vosotros os ha ocurrido alguna vez algo parecido.

El caso es que solíamos frecuentar bastante también el VIPS de López de Hoyos situado en la zona de López de Hoyos antes de cruzar la M-30, en un amplio bulevar en el que se puede aparcar en batería si es que tienes la suerte de encontrar sitio. No había día que entráramos VIPS sin salir con alguna chorrada, ya fuera en forma de libro, en forma de cinta de casette (eran otros tiempos. No existía el mp3 ni nada que se le pareciera), en forma de cd o en forma de esas chorradas que solo venden en el VIPS, tipo lamparita en forma de cerdito, bolso en forma de caja de caudales y muchas otyras de las que ahora no me acuerdo, pero que si vais a un VIPS sabréis identificar perfectamente.

En el VIPS sufrió Pilar por primera vez mi marcada tendencia a la compra compulsiva de libros de todo tipo. Por aquel entonces comenzaba Taschen su andadura de libros de pintores a precios irrisorios, y cuando yo no me compraba uno de Magritte o de Escher, me lo regalaba Pilar al día siguiente. Pilar me perdonaba un vicio que después, con el paso de los años, me afeaba con esa delicadeza suya que la caracterizaba. Si al principio jaleaba, e incluso contribuía a alimentar esa obsesión mís por el aspecto y el olor del papel impreso, llegó un momento en que cada vez que me veía llegar a casa con un libro, me regañaba, más que nada porque cada vez teníamos menos sítio en casa para colocarlo.

Pero en fin, no adelantemos costumbres y actitudes a las que ya les llegará su momento en este blog. Un buen día, en una de las zonas del VIPS dedicada a todo tipo de articulos (juguetes, casettes con forma de coche americano, botes de Coca-cola que bailaban, trajecitos de lagarterana...), apareció, colgado sobre nuestras cabezas, un gigantesco hipopótamo de color verde claro, confeccionado con una especie de lona ligera, de más de un metro de largo y de cerca de un metro de alto. Una mole, vaya, con una cara más o menos graciosa gracias a unos enormes ojos de plástico que le conferían una mirada simpática. Nada más verlo, Pilar emitió una exclamación de admiración. La verdad es que, los primeros días, todo el mundo se quedaba mirando al verdoso hipopótamo. Ahora es muy normal ver en las tiendas de juguetes tigres, jirafas y elefantes de peluche de gran tamaño, pero en aquella época era toda una novedad.

Estuvimos bastante tiempo viendo aquel monstruo, y cada una de las veces, Pilar decía que era muy bonito. Su expresión se hacía cada vez más triste, o eso nos parecía a nosotros. Supongo que era porque todo el mundo lo miraba, pero nadie lo compraba, por su descomunal tamaño, unido al hecho de que el bicho cuestión costaba la friolera de quince mil pesetazas. Una salvajada, pero por aquel entonces los chinos todavía no habían arrasado el mercado de los peluches con sus buenos precios.

Creo que fue para su primer cumpleaños, o para el día del Pilar, o simplemente porque se me cruzó un cable, pero el caso es que un buen día, un sábado, me pasé por el VIPS de López de Hoyos para comprar el puñetero hipopótamo. Lo peor no fue soltar las quince mil pesetazas (una quinta parte de mi sueldo) sin que apenas me temblara la mano, ni esperar en el centro de un corrillo de espectadores a que un par de empleados bajaran aquella mole del techo con la ayuda de una escalera. Lo peor fue recibir el hipopótamo de manos de aquellos empleados, cogerlo en mis brazos, atravesar el VIPS bajo la sonriente mirada de los privilegiados que estaban allí contemplando a un hipopótamo llevar a otro hipopótamo bajo el brazo y, sobre todo, meterlo, literalmente a presión, en el asiento del conductor de mi Peugeot 205, proporcionándoles un espectáculo gratuito a todos los que en aquel momento paseaban por el bulevar, que eran bastantes debido al buen tiempo que hacía aquella tarde. De camino a casa de Pilar, me paró un guardia, y al comprobar que lo que él había tomado por un pasajero con un vestido verde con la cabeza pegada al parabrisas, era en realidad un enorme hipopótamo, empezó a reír sin poder contenerse.

La segunda parte vino cuando bajé del coche, cogí a la criaturita y, con ella en brazos, llamé al portero automático de mi novia. Recé para no encontrarme con nadie, pero justo a esa hora debieron de dar la salida, porque seis o siete vecinos corearon con gracia mi aspecto de vendedor de peluches a domicilio. Pilar se entusiasmó al recibir el hipopótamo en sus brazos. Por suerte, su relleno Era muy ligero, como pudimos comprobar en las ocasiones posteriores en las que al bicho le daba por irlo soltando, y se podía manejar más o menos bien. Pesaba poco, pero abultaba mucho, y era muy complicado abarcarlo con las manos. Después de barajar diversas opciones, Pilar decidió colocarlo en un rincón de su dormitorio, como un mueble más. Eso es lo que era. Un mueble. Un mueble inútil, porque ocupaba lo mismo, pero no servía absolutamente para nada.

El entusiasmo inicial de Pilar se fue enfriando a medida que tenía que ir cambiando el hipopótamo de lugar para poder acceder a los diferentes armarios. Con el tiempo, la alegría que nos había proporcionado aquel bicho se fue transformando en aburrimiento ante su presencia. Todo al principio es belleza, pero hasta la belleza aburre si se contempla todos los días.

El hipopótamo recuperó algo de su importancia inicial cuando Sergio empezó a corretear por la casa. Le gustaba tirarse de cabeza contra el hipopótamo, aún a riesgo de partirse la crisma si por una casualidad del destino fallaba la trayectoria. Jugaba con el, de una forma tan vehemente, que en una ocasión le arrancó uno de sus grandes ojos de plástico. Empezó así la decadencia de nuestro querido hipopótamo.

Nunca supimos exactamente lo que le ocurrió a nuestro amigo. Le llevamos a Granada, a un piso que compramos en el 91, y cuando vendimos el piso, allá por el 2000, nuestro pobre hipopótamo se quedó allí. Había dejado de gustarnos, por aquello de lo descomunal de su tamaño, pero tampoco nos atrevíamos a tirarlo abiertamente, por aquello de que nos recordaba nuestros comienzos como pareja y la alegría con la que lo habíamos recibido entre nosotros.

En fin, que todo fluye, nada permanece, y que en un momento dado se pueden hacer tontunas que después, al recordarlas, despiertan una sonrisa.