miércoles, 11 de febrero de 2009

El hombrecito del frac




Aparte de nuestras andanzas con el pulpo y el ribeiro, al poco tiempo de empezar a salir descubrimos un pub nuevo, situado al lado de la calle Añastro, en las cercanías del Elkes. Se trataba de un local bastante grande, lleno de dependencias aisladas, bastante oscurito para nuestro gusto, que era básicamente lo que buscábamos, y con música de los ochenta, de esa que nunca morirá. Nos gustó mucho. Los primeros días venía a saludarnos el mismo dueño del local, un individuo bastante curioso, parecido a Jose Luis Uribarri, pero en una escala más pequeña. Debía de medir como un metro cincuenta o algo así, y casi siempre le vimos de smoking o frac, muy elegante, algo que no nos cuadraba mucho ni con la música ni con la estética de la gente que frecuentaba el local, pero bueno, nos gustó, y nos apalancamos, como era nuestra costumbre cuando nos agradaba algún lugar en concreto.

El bar se llamaba “Yuppi”, “Chupi”, o algo así, no lo recuerdo. Fue en ese pub donde, apenas un par de semanas después de empezar a salir, Pilar sintió la necesidad de sincerarse conmigo, y me contó que había tenido algunas relaciones antes de lo nuestro, cosa que le agradecí, por el arranque de sinceridad que tuvo al contármelo, pero que en realidad no me importaba en absoluto. Yo le conté también mis sublimes y patéticos noviazgos anteriores, nos reímos un rato, y nos olvidamos para siempre del tema. Creo que resultó positivo que ambos hubiéramos tenido experiencias previas, porque nos ayudó a encajar mejor el uno con el otro prácticamente desde el primer momento.

En esas estábamos, confesándonos mutuamente nuestros escarceos amorosos por esos mundos de Dios, cuando la miniatura de Uribarri se acercó a nuestra mesa. “¿Qué tal, chicosss?”. Lo pronunciaba así, dilatando la “s”, como esas locutoras de radio que parece que silban cuando hablan. Después de alabarle nosotros las excelencias del local y la comodidad de sus mullidos sofás, el hombre pareció querer entrar en algo más de profundidad, y nos preguntó que donde vivíamos, que qué nos apetecía más de beber, que cuales eran nuestros aperitivos preferidos, a todo lo cual le íbamos contestando con nuestra educación habitual (eso es algo que siempre hemos tenido Pilar y yo, excepto cuando una situación surrealista nos ha obligado a perder los estribos), y con una sonrisa de oreja a oreja. El buen hombre, que era el colmo de la amabilidad al principio, y que supongo que lo que estaba haciendo era un estudio de mercado tipo Burger king, similar al de esos hipermercados en los que la cajera te pregunta tu código postal, fue distanciándose cada vez un poco más a medida que el local se le iba llenando cada tarde de clientes. Clientes que, para nuestra sorpresa, eran cada vez más jóvenes.

Nunca sabremos lo que le mosqueó a aquel hombre de nosotros. Pudo ser el hecho de que Pilar y yo nos tiráramos toda la santa tarde con una Coca-cola cada uno (que por cierto, eran bastante baratas). Pudo ser también, lo he pensado alguna vez, que nuestras excesivas efusiones amorosas (nos enganchábamos el uno al otro en un fuerte beso desde que nos sentábamos hasta que nos levantábamos para irnos, con las esporádicas pausas necesarias para darle un trago al vaso, o para comernos un puñado de aperitivos) le parecieran poco procedentes, sobre todo si tenemos en cuenta la cada vez más incipiente juventud y gregarismo de los otros clientes, que se reunían en grupos como mínimo de cinco o seis personas. Pudo ser también que aquel hombre fuera una especie de precursor de los actuales gorilas que no te dejan pasar a un local por mucho que te maquees, y que quisiera para su clientela una estética bastante más llamativa que la vestimenta de after-normal que solíamos llevar Pilar y yo, y sobre todo yo. No lo sabemos, ni lo sabremos nunca, pero el caso es que, a medida que pasaban el tiempo y las semanas, dejamos de escuchar ese “¿Qué tal, chicosssss?” tan entrañable de los primeros días, y de la sonrisa, el pequeño Uribarri pasó a una tensa frialdad que, por supuesto, nos hubiera importado un carajo si no hubiera estado acompañada de un bajón tanto en la calidad como en la cantidad de los aperitivos que nos servía personalmente aquel buen hombre.

Al principio, motivo por el cual decidimos que aquel era un buen lugar al que acudir, nos sacaba platitos de ensaladilla rusa, boquerones en vinagre, aceitunas, anchoas sobre pimiento y un trocito de pan, y hasta platitos de anacardos, un fruto seco que por aquel entonces comenzaba a conocerse por estos pagos, o eso creíamos nosotros. A medida que se iba enfriando la relación, desaparecieron los aperitivos. Otra de las razones que se me ocurren para que el pequeño Uribarri empezara a racanear es que en realidad ya se había hecho una clientela, y nunca se encontraba con el local vacío, incluso, y eso es un mérito que hay que reconocerle a aquel pub, los días de diario, cuando el resto de locales estaban más tristes y solitarios que un tablao flamenco a las diez de la mañana. Suele ocurrir con todos los bares y restaurantes que en el mundo han sido. Tienen un periodo de subida y otro de bajada, de decadencia, de “rise and fall”, que dicen los ingleses. Eso ocurre mucho con los restaurantes a los que acuden los obreros de la construcción. Incomprensiblemente, el dueño del local, cuando ya lo tiene lleno todos los días, empieza a bajar la calidad, para sacarle más pasta al negocio. Un suicidio comercial que nunca he entendido, pero que se suele dar con bastante más frecuencia de la que sería deseable.

El caso es que los anacardos, la ensaladilla rusa y las anchoas fueron sustituidos, sin ningún miramiento, por un insignificante platito de panchitos, y no de la mejor calidad, precisamente. La naturaleza de aquellos panchitos, cada vez más revenidos, era directamente proporcional al desapego del dueño, que dejó de acercarse por completo a nuestra mesa. Nuestros últimos días en aquel lugar los pasábamos, abrazados, eso por supuesto, observando las idas y venidas de aquella especie de maestro de ceremonias, que disfrutaba con la espectacular subida de su negocio sin importarle un carajo los clientes más antiguos. La gota que colmó el vaso se produjo una tarde en la que nos colocó delante dos coca-colas, sin el hielo ni el limón acostumbrados, y ni siquiera se dignó a traernos el miserable plato de panchitos rancios al que ya nos habíamos acostumbrado (a la fuerza ahorcan, que se dice por ahí). Pilar y yo intercambiamos una simple mirada, como siempre, nos tomamos las coca-colas casi de un trago, pagamos y nos fuimos, a la búsqueda de nuevos horizontes en los que se pudiera picotear de un modo más abundante.

Como ya era nuestra costumbre, jamás volvimos al pub “Yuppi”, “Chupi” o como quiera que se llamase aquel local.