martes, 27 de enero de 2009

La noche mágica


Aquel domingo en el que fuimos a la presa del Atazar lo pasamos Pilar y yo prácticamente juntos y solos, a pesar de estar rodeados de amigos. Tanto Javier como Montse debieron de darse cuenta de que aquello iba por buen camino, porque la mayor parte de las veces nos dejaban atrás, supongo que en una especie de maldad que urdieron para que pasáramos más tiempo charlando. El día transcurrió deprisa. Comimos fuera a base de bocadillos, tortillas de patata y pimientos fritos, no recuerdo muy bien si en Patones de arriba o en Patones de abajo. Al final del día, acompañé a Pilar a su casa, y fue entonces cuando comenzó a llover, una tormenta que se había barruntado a lo largo de todo el día, pero que había esperado pacientemente a desatarse con toda su intensidad a que llegáramos a casa.

Tengo que confesar públicamente que aquel lunes, al día siguiente, jugué con ventaja, porque seguía lloviendo. Y me explico: Pilar odiaba la lluvia, y era capaz de anular una cita si el cielo estaba plomizo, por si acaso. Por eso, cuando la llamé desde el trabajo para quedar con ella, y me dijo que sí, a pesar de la lluvia, supe positivamente que tenía bastante campo ganado.

Nos citamos en Alonso Martínez, cerca de la calle Covarrubias, donde yo trabajaba. Se presentó guapísima, con un abrigo azul que desapareció algunos años más tarde, y un paraguas del mismo color. Estaba un poco acelerada, porque la lluvia en aquel momento caía con mucha intensidad. Decidimos ir a tomar algo a la cafetería Riofrío, cerca de Colón, y hacia allí nos dirigimos, cogidos del brazo, y sin que nos importara un carajo la lluvia que nos rodeaba.

Una vez en la cafetería empezamos a recordar la jornada anterior, a comentar la comida, las diferentes anécdotas que nos habían ocurrido, y los consabidos comentarios referentes al grupo de amigos en el que nos estábamos moviendo. Que si tal parece que le gusta a cual, que si Roberto, que si Montse, etc, etc. Lo normal, pero con una alegría y una complicidad que aún hoy me sigue sorprendiendo. Todos los que conocisteis a Pilar sabéis de sobra que, además de buena persona, tenía una psicología fuera de lo común, y veía cosas en el grupo de amigos que a mi se me escapaban por completo, entre otras razones porque siempre he sido muy distraído para esas cosas, y como razón principal, porque la que me interesaba era ella, y nadie más.

El tiempo pasaba, pero no nos dábamos cuenta. No nos olvidemos de que era lunes, que los dos trabajábamos, y que el día anterior nos habíamos dado una soberana paliza siguiendo por esas carreteras de Dios a los locos del Rally Valeo. Supongo que estábamos cansados, pero no nos dábamos cuenta. Creo que era la primera vez que quedábamos los dos solos, pero lejos de tener la timidez que me había dado en otras muchas ocasiones al quedar con una chica a solas, en esta ocasión me encontraba completamente en mi salsa, y tenía la sensación de que a ella le ocurría exactamente lo mismo que a mi. Estábamos cómodos, en una palabra, y sin que casi nos diéramos cuenta nos dieron las diez de la noche.

Cuando le propuse que nos fuéramos, Pilar sacó de su bolso un regalo para mi. Siempre fue muy detallista, conmigo y con todo el mundo, y aquel fue el primer momento en el que me di cuenta de aquello. Me regaló un libro con una tarjeta de esas dedicadas. Sin venir a cuento, porque no era ni mi cumpleaños ni nada que se le pareciera. Con el tiempo he llegado a pensar que la muy tunanta intuía perfectamente que aquella noche iba a suceder algo importante, y se preparó para la ocasión haciéndome un regalo, inaugurando de paso una costumbre que mantuvimos a lo largo de toda nuestra vida juntos: hacernos regalos inesperados, en los momentos más insospechados, y sobre todo durante el tiempo en que fuimos novios. Yo le agradecía el regalo con un beso en la mejilla, y sin más, pagamos la cuenta y salimos de nuevo a la calle.

Hacía una noche especial, o al menos a nosotros nos lo parecía. A pesar de la lluvia, la luz de la ciudad se reflejaba sugerente en las aceras. Era muy tarde para ser lunes, y no había casi nadie en las calles. Nuestros pasos resonaban en el suelo mojado de una forma curiosa, casi mágica. Caminábamos despacio hacia el metro. Sin prisa, riéndonos y comentando el libro que Pilar me acababa de regalar. Había decidido acompañarla hasta su casa, así que cogimos la línea que nos llevaba hasta Diego de León, con la intención de coger después el autobús. Entre semana yo no llevaba el coche al trabajo, ya que resultaba muy complicado aparcar en aquella zona.

Cuando llegamos al andén para hacer trasbordo, nos miramos un momento, sin hablar. Jamás me declaré a Pilar, y ella a mi tampoco. Después nos reíamos bastante de esta circunstancia, y comentábamos que, en realidad, no habíamos formalizado nuestra relación, y que, por lo tanto, podíamos dejarla en cualquier momento sin ningún tipo de remordimiento. Simplemente, en aquel preciso instante, en aquel andén del metro, nos fundimos en un intenso beso.

Sin decir nada, sin ruborizarnos ni uno ni otro, sin estridencias, como todo lo que hacía Pilar, con la suma tranquilidad que la caracterizaba, y que tan bien me supo transmitir en ese y en otros momentos de nuestro tiempo juntos, comenzamos nuestra relación formal. El trayecto hasta su casa, incluido el autobús, se ha difuminado por completo en mi memoria. Me parecía estar viviendo un sueño. Solo recuerdo que desde aquel beso hablamos muy poco, por no decir nada, pero caminábamos abrazados con más intensidad que apenas unos minutos antes. A aquel primer beso le siguieron más, y recuerdo que reíamos como chiquillos. Estábamos muy a gusto el uno con el otro. Creo que eran más de las doce cuando por fin la dejé en su casa. Me despidió con una sonrisa y un saludo con la mano. Una imagen que se ha quedado para siempre grabada en la memoria. El primer día de nuestra relación. Así empezó todo.

A la mayoría os puede parecer una tontería todo esto, o algo tan personal que no debería compartirse con nadie. Si lo hago es porque me gustaría haber podido transmitiros una pálida imagen de la sensación que tuvimos tanto Pilar como yo aquella fría noche del año 1987. Eramos felices, y sabíamos de sobra que estábamos comenzando algo importante en nuestras vidas.

Supongo que todos vosotros habéis sentido alguna vez ese cosquilleo de felicidad, y si no es así, no sé a qué estáis esperando.


La fotografía que encabeza esta entrada es una de las más especiales que le haya hecho a Pilar. Es en Lanzarote, algunos años más tarde de esa noche mágica a la que está dedicada esta entrada. Es una fotografía que les gusta mucho a bastantes amigos, como Inma, Loli, Feli y nuestro eterno amigo David, que cada vez que venía a casa se quedaba mirando durante un buen rato el cuadro que hicimos con ella