miércoles, 14 de enero de 2009

El encuentro


Quedamos de una manera improvisada. Yo estaba atravesando una extraña situación, en la que necesitaba un cambio de aires, un cambio de ambiente. Me había ocurrido lo que les ocurre tantas y tantas veces a los que tienen amigos que no estudian en la Universidad.

A mis veintiséis añitos recién cumplidos, había dejado de salir con un grupo de amigos más o menos fieles, más o menos antiguos, por diferentes y variadas razones. En primer lugar, porque los pobres estaban un poco hartitos de llamarme cada fin de semana, y que yo no pudiera salir con ellos porque tenía tal o cual examen. En segundo lugar, porque mi poder adquisitivo estaba muy mermado en comparación con el de ellos, que trabajaban y tenían un sueldo infinitamente mayor que la paga semanal que me daba mi padre. A pesar de que en estos momentos yo trabajaba desde hacía poco más de un año, tantos y tantos años de gorroneo no podían por menos que terminar pasando factura. Y en tercer y último lugar, porque por azares del destino y efervescencia de hormonas, se habían formado a lo largo de mis años de carrera las inevitables parejas, y ya no quedaba nada para un pobre licenciado sin un puñetero duro, y además más o menos gordo.

Por todo lo anterior, llamé a Montse, una antigua amiga de la playa, y quedamos en vernos aquélla tarde del 12 de Octubre de 1987, día del Pilar. Me dijo que si no me importaba que fuera con una amiga, y le dije que no, que por supuesto, que al contrario.

A las seis de la tarde, en la puerta del Burguer King de Diego de León, me encontré por primera vez con Pilar.

Después de los saludos y los besos obligados a Pilar y a Montse, y al apretón de manos a Javier, el novio de Montse al que conocí también por primera vez aquel día, deliberamos un poco antes de decidirnos por ir a tal o cual sitio.

Recuerdo que me gustó desde el principio la jovialidad de Pilar. Venía vestida con un vestido gris con líneas horizontales muy finas de color verde, medias blancas y zapatos negros. Es curioso que a estas alturas recuerde uno detalles de ese tipo, cuando lo cierto es que se me han olvidado muchas cosas incluso más recientes. Supongo que tendrá algo que ver el hecho de que fuera la primera vez que nos veíamos, la novedad, pero el caso es que ya desde el principio, desde aquel momento en la puerta del Burger, Pilar no me dejó indiferente. Prueba de ello es que no recuerdo en absoluto como iban ni Montse ni Javier, y ni siquiera yo mismo. Supongo que iría de “after normal”, como muy bien definía mi primo Juan Antonio a mi forma de vestir, anodina e insulsa, siempre con vaqueros y camisa, destacando siempre tanto en Rockola como en Pachá por mi absoluta falta de afiliación vestimental.

Les sugerí acercarnos al San Mateo, un garito situado en la calle del mismo nombre, en el que trabajaba precisamente de pincha por aquel entonces mi primo. Ni siquiera me planteé que Pilar acabara de comer con sus padres en un elegante restaurante para celebrar la festividad del Pilar, tal y como era y ha sido costumbre a lo largo de todos los años que hemos pasado juntos. Ni siquiera me planteé que ni Montse ni Javier tampoco estuvieran muy acostumbrados a frecuentar ese tipo de locales, de música ultramoderna e importada, y más cercana al rock y al pop (bendito pop de los años ochenta que nunca morirá) que a cualquier otro tipo de música. Yo estaba tan acostumbrado a frecuentar el San Mateo, que me parecía mi segunda casa. Pasaba horas en la cabina del pincha, jugando a la máquina del tetris, o sentado en una mesa con la espalda apoyada en la pared, y me parecía lo más normal del mundo.

Aquel día, en concreto, el ambiente en el San Mateo estaba precisamente bastante cargadillo. Grupos de niñatos lo habían invadido a la llamada de los bajos precios de la cerveza, la música sonaba especialmente atronadora, y para colmo, Juan Antonio no estaba, por lo que tuvimos que pagar las bebidas (otra de las ventajas que no había mencionado era que las bebidas me salían gratis, “by the face”. Montse observaba alucinada el ambiente en el que me movía por aquel entonces (me conocía de la playa, de un ambiente familiar muy diferente), Javier observaba divertido el alucine de Montse, y Pilar declaró, sonriendo y a las primeras de cambio, que aquel lugar le gustaba mucho. Yo tuve un momento de revelación, y cuando me levanté a por las bebidas, me volví y observé aquella mesa, con tres personas más o menos mayores comparadas con la niñería que nos rodeaba, en medio de aquel mar de chupas de cuero y zamarras de pana, tuve la completa seguridad de que ni Montse, ni Javier, ni, por supuesto, Pilar, me iban a dirigir de nuevo la palabra.

Después de aquella absurda declaración de principios por mi parte, dejé que me llevaran ellos a algún lugar para cenar. Los tres trabajaban, no lo olvidemos (no lo olvidemos no, que no os lo había dicho), Montse y Pilar en sendas agencias de publicidad, y Javier en una empresa de mensajería. Sus sueldos eran astronómicos comparados con el mío, más bajo que el de un becario actual, dada mi escasa experiencia en el mercado laboral. Así que me llevaron a un lugar en el que, cuando entreví por encima la carta de precios, y tanteé con la mano mi modesto pecunio, se me pusieron los ojos como platos. No podía decir nada, porque el ratito en el San Mateo me había quitado argumentos, al menos por aquel día. Cené nervioso, y cuando trajeron la cuenta, tuve que pedirle prestado dinero a Montse, cosa que me cortó bastante, porque lo cierto es que hacía bastantes años que no había tenido roce alguno con ella.

Con todas estas premisas y acertadas intervenciones por mi parte, llegó la hora de despedirnos. Estaba seguro de que tendría que buscar el nuevo ambiente por otra parte, porque la verdad es que la tarde no había resultado precisamente brillante, pero para mi sorpresa, los tres declararon que se lo habían pasado fenomenal. Javier y Montse se fueron en metro por otra línea diferente a la que teníamos que usar Pilar y yo, así que me quedé solo con ella. Me dijo que tenía que ir a Diego de León a coger el 72 hasta su casa.

No sé muy bien la razón, aún hoy en día. Me lo había pasado bien con Pilar, y al parecer, ella tampoco se lo había pasado mal. Todo le parecía alegre, el San mateo, mi charla, la cena... Sin embargo, no era lógico que el primer día reaccionara como reaccioné: con grave riesgo de llegar a mi casa a las tantas, ya que para hacer lo que hice tenía que dar una vuelta del carajo de la vela en el metro, le dije que la acompañaba hasta Diego de León. Con el tiempo, cuando ya estábamos saliendo juntos, Pilar me dijo que le había sorprendido aquella reacción mía, cuando en realidad nos habíamos conocido aquella misma tarde. Os parecerá una chorrada, una tontería mía o una perogrullada a toro pasado, pero creo que, mientras viajaba en una línea de metro completamente desconocida para mi al lado de Pilar, intuí de alguna manera que aquello iba a terminar en buen puerto.

Le sugerí la posibilidad de vernos el fin de semana siguiente, pero me dijo que iba a quedar con un amigo. Para mi sorpresa, y corroborando mi intuición de que aquello iba por buen camino, fue la misma Pilar la que me llamó el miércoles siguiente para invitarme a pasar la tarde del sábado en su casa, junto con Montse y Javier. Puedo aseguraros que cuando escuché la voz de Pilar a través del teléfono (la inconfundible voz de Pilar, que a todo aquel que la haya escuchado alguna vez le resultará fácil de recordar), el corazón me dio un vuelco en el pecho.

Aquel fue el inicio de una gran amistad