miércoles, 21 de enero de 2009

Conociéndonos


Así pues, y después del vuelco que me produjo en el pecho la llamada que me hizo Pilar el miércoles, me fui mentalizando para pasar la tarde del sábado en su casa. Me extrañaba que me hubiera llamado tan pronto, y me extrañaba por la sencilla razón de que yo, cuando quedaba con mis amigos, improvisábamos más o menos una hora antes de vernos. Recuerdo que aquella previsión, la de llamarme tres días antes, me chocó. Una previsión a la que a lo largo de todos estos años me he ido acostumbrando. A Pilar le gustaba organizar las citas, las cenas o lo que fuera, con varios días de antelación. Muy pocas veces hemos improvisado una quedada, a menos que haya surgido el tema de repente, o nos hayamos liado la manta a la cabeza para salir escopetados a algún sitio.

Buena parte de la conversación que mantuvimos Pilar y yo consistió básicamente en que me explicara la forma de llegar a su casa. A mi, que vivía en Vallecas, me pareció todo un viaje iniciático llegar a Hortaleza, el distrito en el que ella tenía su casa. A pesar de sus indicaciones, me perdí a partir de la Plaza de Castilla, y estuve dando vueltas un buen rato antes de llegar. No nos olvidemos de que en aquella época no existían los móviles, con lo que la posibilidad de ir utilizándolo en plan GPS a base de llamar a alguien, quedaba descartada. Para mi sorpresa, a escasos metros de su casa pasé por la puerta de un colegio en el que yo había estado sacándome unas perrillas unos cuantos años antes, en el referéndum sobre la OTAN que organizó el PSOE. Ya por aquel entonces me había parecido que aquel colegio estaba en el culo del mundo. Por fin, después de rodear lo que coloquialmente se llamaban antes “las plazas de toros”, y entre las cuales se encuentra ahora ubicado el centro comercial “Gran Vía de Hortaleza”, mi flamante Peugeot 205 rojo y yo conseguimos llegar a casa de Pilar.

Me pareció curioso que Pilar me abriera la puerta de su casa el siguiente fin de semana de habernos conocido. Con su jovialidad natural, me presentó a otros amigos del grupo, entre los que estaban, creo recordar, Luis y Feli, otro Luis, Roberto, y los ya conocidos Montse y Javier. Aquel sería el grupo oficial de amigos a partir de aquel momento. Aquella tarde estuvimos jugando a las cartas, al Trivial...Lo habitual, vaya. Me impresionó gratamente la acogida que me dispensaron tanto unos como otros, y en especial Pilar, que estaba como una campeona en su papel de anfitriona. Me enteré aquella tarde de que sus padres vivían con ella, pero que se iban al pueblo de mi futura suegra un fin de semana sí y otro no, ocasiones que aprovechaba Pilar para organizar alguna tangana en su casa.

Mi llegada al grupo, y la de mi coche rojo, resultó providencial. Roberto se puso contentísimo cuando le dije que tenía coche, porque el único que lo tenía también en aquel momento era Luis, el de Feli, lo que limitaba bastante el número de excursiones fuera de Madrid. La novedad de contar con un coche más, y mi absoluta disposición a ponerlo al servicio del grupo, nos abrió todo un abanico de posibilidades. Hasta tal punto, que aquel mismo día programamos una excursión a Chinchón para el sábado siguiente, la primera de toda una serie de ellas.

Durante la excursión a Chinchón pude comprobar en primera persona la osadía de Pilar. Con el carnet de conducir recién estrenado, la muy tunanta se atrevió a coger el coche en cuanto tuvo ocasión, en una parada técnica que realizamos en el arcén de la antigua carretera comarcal que llevaba a Chinchón desde la carretera de Valencia. Como quiera que la mujer no estaba demasiado ducha que digamos en el manejo de vehículos, y que al parecer se le había olvidado donde estaba el Pilar del freno, empezó a gritar con la ventanilla abierta, descojonada de risa, que no sabía parar. No se le ocurrió a la buena de Pilar otra cosa que dar un volantazo, que a punto estuvo de volcar el coche con ella dentro. Por suerte, y debido a la poca velocidad que llevaba, se caló el motor, con lo que el Peugeot se paró a unos cien metros del lugar que ocupábamos todos los demás, expectantes ante el desenlace de aquella improvisada aventura. Mis sentimientos en aquel momento saltaban de un extremo a otro. Por un lado, sentía admiración ante aquella chica que se había atrevido a coger el coche sin haber practicado lo suficiente. Por otro lado, sentía una tristeza infinita ante la posibilidad cierta que se me había presentado de quedarme con el coche todo abollado, con la dirección rota o con cualquier otra avería de complicada solución (creo que por aquel entonces todavía no era socio del RACE, bendito salvador en muchas ocasiones de mis meteduras de pataza a la hora de coger el coche).

Cuando el día estaba medio nuboso, nos quedábamos en Madrid, bien en casa de Pilar, si habíamos tenido la suerte de que sus padres hicieran una salida al pueblo, o bien en cualquier tugurio de las zonas de Argüelles, Orense, Bilbao o cualquier otra. Solíamos frecuentar un pub de Orense, el Carlota, de manera similar a como lo hacían los protagonistas de “Friends”, “Cheers” o “Frasier”. Fue precisamente en “Carlota” donde el bueno de Roberto, un tío con gafas que parecía vasco por su corpulencia, nos enseñó una tarde, sin ninguna misericordia, las mil y pico de fotos que había hecho en un viaje a Argentina. Aquella tarde acabé con dolor de cabeza, os lo juro, porque además, el buen hombre comentaba cada una de las fotografías con todo lujo de detalles.

Normalmente, cuando terminaba la quedada en estos lugares, yo me dejaba caer por el “San Mateo”, para desintoxicar y para contarle a Juan Antonio mi progreso con el nuevo grupo de amiguetes. Previamente a eso, la mayoría de las veces llevaba a Pilar a su casa. A ella le encantaba, y a mi me estaba empezando a encantar. Cada vez me sentía más atraído por ella, y la sensación que me daba era que a ella le ocurría lo mismo. Descubrí rasgos suyos que me resultaban bastante sugerentes. Odiaba la lluvia hasta el punto de llegar a cancelar alguna que otra cita con el grupo de amigos. Una faceta suya que me ayudó bastante a la hora de empezar a salir juntos, como ya os contaré en los siguientes capítulos. Era muy metódica y ordenada para todo, algo que pude comprobar la primera vez que vi la casa. Estaba muy orgullosa de ella. Se la habían entregado un año antes, y ya la tenía completamente decorada a su gusto, con un estilo muy personal y cálido, nada hortera, entre funcional y agradable.

Aquellas semanas transcurrieron de una manera muy agradable, con las mencionadas excursiones a Chinchón, a Toledo, a Guadarrama... Y en especial a una, un domingo de Otoño cuya fecha no me acuerdo. Javier, el novio de Montse, nos llevó a ver el Rallye Valeo de aquel año, que discurría, entre otros lugares, por los dos pueblos de Patones, por la presa del Atazar y por toda esa zona en general. Para aquel entonces, entre dos y tres meses de habernos conocido (es una lástima que no recuerde bien la fecha. Si alguno sabe cuando se celebraba el Valeo en Madrid, le agradecería que me ayudara), la relación con Pilar estaba llegando a un punto álgido. Permaneciendo dentro del grupo, conseguíamos encontrar sin embargo muchos momentos para conversar entre nosotros. Lo que al principio no había resultado probablemente más que una cierta atracción entre dos personas con un sentido del humor similar, se estaba convirtiendo en algo más. Aquel día, ni Pilar ni yo conseguimos ver un solo coche, tan enfrascados como estábamos el uno con el otro.

Al día siguiente, lunes, empezamos a salir oficialmente juntos, pero eso, amigos, es otra entrada.