miércoles, 4 de marzo de 2009

El comienzo de algo serio




Supongo que a la mayoría de la gente le sucede algo parecido a lo que nos ocurrió a Pilar y a mi, aproximadamente seis o siete meses después de comenzar nuestra relación. Una vez superada la primera fase, la de embelesamiento inicial, la de esa tontería, que hacía que la gente se nos quedara mirando en el metro o en el autobús mientras nos prodigábamos nuestra ración de mimos diarios, y que mantienen todos los novios recién estrenados del mundo, sean de la raza que sean, y sean del credo que sean, las cosas parecen volver más o menos a su cauce.

Ya no nos veíamos a diario, supongo también que porque el cansancio de estar los dos trabajando a jornada completa, se impuso a la nube sobre la que habíamos estado inmersos los dos en los últimos meses. Empezamos a quedar un día sí y otro no, o algo parecido. Nos veíamos con muchas ganas, pero lo cierto es que, al menos por mi parte, la lejanía también empezaba a pasar factura. Me daba cierta pereza llevar a Pilar a su casa y volver a la mía, a las tantas de la noche, para acostarme y madrugar al día siguiente para ir al trabajo. Sé que resultaba egoísta por mi parte, pero hasta que conocí a Pilar, mis relaciones siempre habían sido una auténtica porquería, con todo el respeto a las chicas con las que salí. En este caso, se hace cierto la frase que titula esa película argentina, “no sos vos, soy yo”. Reconozco que la fase sentimental pre-Pilar de mi vida estuvo más marcada por la rutina o la atracción sexual, que por un verdadero sentimiento de amor.

Dejé de salir con la chica que precedió a Pilar seis meses después de comenzar la relación, por una razón de lo más miserable: vivía en un pueblo de la carretera de la Coruña, y me daba auténtica pereza coger el autobús cada sábado para ir a verla. Cada sábado, porque ni siquiera hacíamos intención de vernos entre semana. Así de crudo y así de triste, amigos. Llegó un momento en el que me excusaba cada sábado para no ir, alegando peregrinas razones de estudios o de cualquier otra naturaleza. Por aquel entonces yo no tenía coche, y ella tampoco estaba muy dispuesta a venir a Madrid. De hecho, creo que a ella le daba más pereza venir a Madrid que a mí visitarla en su pueblo, pero eso no era razón para dejar la relación. El caso es que, cuando ya llevaba más o menos tres semanas dándole excusas para no ir a verla, pensé que estaba haciendo el gilipollas, que resultaría más noble por mi parte confesarle que me daba pereza seguir con lo nuestro. Al cuarto sábado quedamos, le dije lo que me ocurría, y dejamos de salir.

Con Pilar me ocurrió algo parecido. Creo que también tiene algo que ver con mi forma de ser, bastante extraña si la comparamos con la forma de ser de la mayoría de la gente. En mi caso, tiene que ver con el gusto por mi soledad. Jamás me he encontrado incómodo por tener que pasar un fin de semana sin salir. Algo tendrá que ver con la cantidad de veces que he tenido que quedarme en casa por cuestión de estudios. Ese placer ante mi soledad me ayudó mucho en la fase en la que trabajaba fuera de Madrid, ya casado con Pilar. Prefería irme a casa al terminar la jornada laboral, y disfrutar de un buen libro, una buena película o, simplemente, remoloneando en el sofá con la caja tonta encendida, antes que ir de bares con los compañeros.

El caso es que no soy nada gregario, a menos que me interese mantener la amistad o el simple contacto con una o a lo sumo dos personas de un grupo, bien por afinidades culturales o sentimentales. Ahora que lo pienso, a Pilar debía de ocurrirle algo parecido, porque casi nunca hemos mantenido un grupo grande de amigos, quitando las salidas que hacíamos de vez en cuando con los padres de compañeros de colegio de Sergio. Nos hemos sentido mucho más cómodos con poca gente, una o dos parejas a lo sumo. Cada vez que un acontecimiento familiar nos reunía en manada, nos las arreglábamos para coincidir con los que más afinidad tuviéramos. Nada del otro mundo, creo, pero también conozco a mucha gente a la que le encanta la bullanga, la jarana y juntarse con mucha gente. No era nuestro caso, os lo aseguro.

Sin saber muy bien porqué, e influenciado sin duda por mi patética situación sentimental, empecé a intuir que aquello empezaba a aburrirme. El problema era que, en esta ocasión, me había topado con alguien que realmente merecía la pena.

Un sábado que me encontraba cansado, y con más ganas de quedarme en casa que de salir a la calle, llamé a Pilar para anular la cita que habíamos acordado el viernes. Aceptó sin demasiado entusiasmo por su parte, pero el caso es que aceptó. Después de vernos durante un par de días de la semana siguiente, llegó el sábado, y me inventé otra excusa para quedarme en casa holgazaneando.

Pero esta vez, amigos, la buena de Pilar no aceptó.

Y no solo no aceptó, sino que me soltó una sarta de reproches que me hicieron sentirme gusano por primera vez en mi vida. En su tono, bajito, sin alzar para nada la voz, me llamó de todo menos bonito. Creo que jamás he mantenido una conversación tan dura con nadie en toda mi vida, ni siquiera en mi trabajo, lugar en el que las conversaciones duras están a la orden del día. Yo escuchaba sin saber qué decir, porque no tenía argumentos para rebatir nada de lo que Pilar me estaba diciendo. Por resumir un poco la filosofía de lo que hablamos (de lo que hablaba ella, más bien, porque a mi solo me dejaba decir “sí, es verdad” de vez en cuando), os diré que me hizo ver que no se podía jugar con una persona de la manera en que lo estaba haciendo yo de un par de semanas para acá, más o menos. Que para jugar, me comprara un mono, y que me olvidara de ella si seguía por ese camino.

Al colgar el teléfono, además de la hostia verbal que había recibido, y del dolor de cabeza y de brazo que tenía (imaginaos una conversación en plena tensión de más de media hora de duración), sentí, como en una especie de fogonazo, que por primera vez en toda mi vida me había encontrado con una mujer que me gustaba, pero que me gustaba de verdad, a todos los niveles, capaz de reír cuando se trataba de reír, y de echar una bronca que te cagas, sin mover una pestaña, cuando de lo que se trataba era de eso. Pilar me demostró, con una simple charla telefónica, que respetaba la sinceridad por encima de todo, y que si por culpa de esa sinceridad tenía que romper su relación conmigo, lo haría sin dudar ni un momento.

Empecé a respetarla. Seguía enamorado, pero además la respetaba. No sé si me entendéis lo que trato de decir. Muchas relaciones están basadas en la costumbre, o incluso, en muchos casos, en la dependencia de uno hacia el otro. “Es que fulanito, o fulanita, es un auténtico desastre”, habréis escuchado miles de veces. Suele encontrarse poco respeto en muchas relaciones, y estoy convencido de que, en nuestro caso, el respeto comenzó aquella tarde de sábado, en la que pretendía escaquearme dando una excusa absurda. Las zalamerías, los peluches, los besitos y los corazoncitos rojos flotando en el ambiente dieron paso a una relación mucho más seria, más profunda y más intensa por parte de los dos. Habíamos empezado a intimar de verdad, a conocernos como personas, con nuestras debilidades, nuestras grandezas y nuestras miserias. Por primera vez descubrí la madurez, la importancia de una relación de verdad. Pilar me pareció tan soberbia, tan sincera en aquel momento de dolor para mi, que supe que era la persona con la que deseaba compartir el resto de mi vida. Así de simple, y así de sencillo.

Ni que decir tiene que aquel sábado me vestí deprisa y corrí a verla, con la seguridad de que había comenzado algo realmente serio.