miércoles, 25 de marzo de 2009

Una tarde en el cine




En Junio de 1988 comencé a trabajar en una empresa de reformas situada en el barrio del Pilar. El sueldo era más del doble de lo que estaba ganando en mi trabajo anterior, pero las condiciones resultaron, a la larga, bastante más duras. En primer lugar, se me terminó el chollo de poder ir al trabajo en metro. Por aquella zona no había parada, y desde mi casa resultaba toda una peregrinación a la Meca coger el autobús para llegar hasta la oficina, por lo que no me quedó más remedio que tirar de coche todos los días.

Mi cambio de trabajo coincidió también con un apretón en la Agencia de publicidad en la que trabajaba Pilar. Llegamos a un punto en el que casi no nos veíamos entre semana. Yo llegaba cansado a casa, y a ella le ocurría lo mismo. De vez en cuando sacábamos “fuerzas de franqueza”, como decía un amigo nuestro, y hacíamos lo imposible para vernos, bien acercándome yo a la Agencia si es que algún día, por esas casualidades de la vida, salía pronto, o bien acercándose ella hasta el barrio del Pilar, si la que salía a su hora era ella. En este último caso, solíamos tomar algo por alguno de los pocos bares que había en la zona, bastante alejada de la Vaguada, nos contábamos nuestras penurias, y después la llevaba a casa.

Nuestros fines de semana eran básicamente tranquilos. Habíamos empezado a distanciarnos un poco del grupo común de amigos, a los que llamábamos sólo de vez en cuando. Resulta curioso lo cómodos que siempre nos hemos encontrado Pilar y yo los dos solos, tanto en nuestra convivencia diaria como en los viajes. No es que saliéramos solos en ocasiones porque no tuviéramos a nadie con quien compartir la salida: es que a veces, incluso, nos las apañábamos desde el principio para que así fuera. Mantuvimos un contacto más directo y frecuente con una pareja que compartía la amistad con Pilar desde muchos años atrás: Feli y Luis. Recuerdo con nostalgia muchas tardes de sábado pasadas en su casa de Moratalaz, antes de que se fueran a vivir a Tres Cantos, llenas de juegos de sobremesa, música, y comida comprada en los establecimientos de la zona. A veces nos juntábamos incluso con mi hermana, mi hermano o mis primos, otras veces con Montse y Javier... La casa de Luis y Feli constituyó un lugar de encuentro perfecto, en la que nos daban las tantas de la madrugada charlando de lo divino y de lo humano, de viajes pasados, presentes y futuros, y de cualquier otro tema que se nos pusiera a tiro. La relación con Montse y Javier terminó por deteriorarse paulatinamente, hasta llegar a no tener prácticamente ningún contacto, en parte porque cada uno estaba viviendo su vida y su relación por caminos diferentes, y en gran parte también porque la distancia y los condicionamientos laborales, tanto de Pilar como míos, nos imprimió cierta dosis de pereza a los cuatro que acabó distanciándonos. A veces he pensado que también pudo ocurrir que tanto Pilar como yo necesitábamos disfrutar de nuestra relación de pareja en soledad, algo bastante difícil de conseguir cuando se está inmerso en un grupo de amigos. Creo que es una ley de vida que, en cualquier grupo, cuando se han formado las parejas correspondientes, el grupo acaba por disgregarse, como si hubiera cumplido su misión evangelizadora, por así decirlo.

Ni que decir tiene que mi grupo de amigos desapareció por completo, paulatinamente, de nuestra vida. Creo que eso es también una ley de vida, inmutable y perdurable: los amigos que se conservan suelen ser siempre los de la chica, y si acaso, algún amigo, normalmente sin novia, y muy, muy íntimo, del chico. Ese era el caso de Juan Antonio, mi primo y amigo de toda la vida, y de Maise, su novia por aquel entonces. Juan Antonio había conocido a Pilar en San Mateo, el famoso día de la primera cita, y algún día después en el que Pilar y yo habíamos ido a aquel lugar a tomar algo. No habíamos tenido ocasión de quedar para tomar algo, ir al cine y pasar la tarde juntos. Recuerdo con especial cariño una tarde de sábado, en la que Juan Antonio, o libraba en San Mateo, o entraba más tarde. Acordamos vernos en la puerta del cine Gran Vía, en la primera sesión, para ver una película que estaba de estreno, y que había supuesto una revolución al mezclar imagen animada con imagen real, algo que todavía suponía un avance técnico impresionante por aquella época. Se trataba de “¿Quién engañó a Roger Rabbit?”, lo recuerdo como si fuera ayer. Recogí a Pilar en su casa. Recuerdo hasta el vestido que llevaba, de color azul oscuro, uno de los que más le gustaban.

Hicimos la presentación oficial en la misma taquilla del cine, sacando la entrada para la película. Besos para Juan Antonio y Maise, besos para Pilar, y a entrar para ver la película. Pilar se sentó a mi lado y al lado de Maise, más o menos en la fila ocho o nueve del patio de butacas. Intercambiamos unas cuantas frases antes de que se apagaran las luces, y empezó la película.

Pues bien, amigos: os juro que, antes de que finalizaran los títulos de crédito, la buena de Pilar cerró los ojos, apoyó la cabeza en mi hombro, y se quedó dormida como un leño, literalmente. Increíble, pero cierto. Juan Antonio y Maise nos miraban, con cara de estar diciendo “¿qué narices hace Pilar durmiendo ante una película tan maravillosa?”. Lo cierto es que Pilar no llegó a saber nunca si la película era buena o no, porque no se despertó justo hasta el final. No se enteró de nada, la buena mujer. Una entrada, que por suerte en aquella época no eran tan caras como hoy en día, tirada literalmente a la basura.

Aquella tarde aprendí dos cosas con respecto a la afición de Pilar al cine: la primera, que jamás debía llevarla, bajo ninguna circunstancia, ni a la sesión de las cuatro ni a la sesión de las diez, y la segunda, que ya podían caer chuzos de punta, abrirse la tierra o caer una tormenta de peñascos de lava, que si la buena de Pilar tenía sueño, se dormía, le pillara donde le pillara. Hemos ido mucho al cine, muchísimo, más bien, porque los dos éramos grandes aficionados, y supimos inculcarle esa afición a Sergio (aunque la primera ocasión en la que fuimos los tres al cine resultó un desastre, como ya os contaré en su momento), pero siempre a las siete, o como mucho, a las ocho de la tarde. Por encima o por debajo de esa hora, Pilar se convertía en una especie de Icaro que se quedaba dormido, por muy incómoda que fuese la butaca.