miércoles, 25 de febrero de 2009

Felicidades


Los cumpleaños de Pilar no se celebraban de una manera normal, como los de la mayoría de la gente normal. Eran más parecidos a una fiesta de varios días, tipo Pascua, Semana Santa, o Navidad. La razón por la que digo esto es muy simple: hacíamos varias celebraciones, porque uno de los pocos dogmas de fe que hemos mantenido a lo largo de nuestra trayectoria juntos, ha sido siempre el de no mezclar, ni bebidas, ni amistades, ni familiares.

Esa filosofía nos obligaba a mantener la costumbre de celebrar el cumpleaños en varias fases. Si el 28 de febrero caía en un día normal, entre semana, se celebraba la ceremonia más entrañable, con sus padres, Sergio cuando llegó, y yo, comiendo en casa, la consiguiente tarta o unos pasteles, y los regalos. Los regalos, se entiende, que le hacíamos sus padres y yo, porque el resto de la familia se los hacía el primer fin de semana que hubiera después del día del cumpleaños propiamente dicho.

A Pilar le encantaba que le hicieran regalos. Le resultaba imposible disimular la alegría que sentía cuando alguien le entregaba algo envuelto en papel de regalo. Creo que no he conocido a otra persona que disfrutara tanto abriendo envoltorios. Reía entusiasmada, como una niña pequeña, descubriera lo que descubriera en el interior del paquete. Agradecía con la misma sonrisa un reloj fashion, un bolso, o un chisme para dar masajes en el cuello. Bueno, este último engendro, que le regalé yo (¿quién si no podría regalar otra tontería semejante?), lo cierto es que acabó devolviéndolo, porque al primer masaje le salieron unos ronchones en el cuello que tardaron varios días en desaparecer. Era capaz de estar todo el santo día indagando, preguntando a unos y a otros qué le iba a caer, y hasta mirando en los armarios para ver si descubría los paquetes. Una vez la descubrí haciendo esto, y se puso roja como un tomate. En otra ocasión, descubrió lo que había dentro del paquete agitándolo. Pilar era, en definitiva, una experta en el asunto de los regalos. Resultaba siempre muy agradecida, era un verdadero placer regalarle lo que fuera, cualquier cosa, una tontería. Ella sonreía y se alegraba como si le hubieran regalado el diamante más famoso del mundo.

El día del cumpleaños, el 28 de febrero, el teléfono comenzaba a sonar a primera hora de la mañana, y ya no paraba en todo el día. Era algo increíble. De su familia llamaban prácticamente todos. Yo nunca había visto nada igual. Acostumbrado como estoy a que mis cumpleaños pasen sin pena ni gloria, alucinaba cuando veía a Pilar todo el santo día pegada al teléfono, con esa sonrisa y esa bondad que mostraba siempre cuando hablaba con alguien. No solo recibía llamadas de la familia. Amigos, vecinos, compañeros de trabajo... Todo el mundo se acordaba perfectamente del cumpleaños de Pilar.

El fin de semana siguiente se celebraba la segunda parte de la ceremonia, con mi familia, y a veces la suya si no se había podido celebrar el día del cumpleaños propiamente dicho. Normalmente se hacía una comida o una cena, normalmente en casa, con platos preparados por Pilar, que era una gran cocinera, como ya sabéis muchos de vosotros, y especialmente los que habéis tenido la oportunidad de comprobarlo. La celebración acababa de la misma manera que la del día oficial, con la entrega de regalos, si es que habíamos podido contener el nerviosismo de Pilar. En muchas ocasiones no nos fue posible, y Pilar estaba ya abriendo regalos antes de que los invitados terminaran de quitarse los abrigos.

Uno de los dos días del fin de semana siguiente lo reservábamos para celebrar el cumpleaños con las amistades. En esta ocasión, sobre todo al principio, solíamos hacerlo fuera, en alguna terraza de el Pardo, un lugar al que solíamos ir bastante, influenciados por Montse y su novio Javier, a los que les gustaba bastante aquel pueblo. En los últimos años nos las arreglábamos para hacer coincidir dos celebraciones de cumpleaños, la de Pilar y la de nuestro amigo Jose, que cumple los años muy poco después de Pilar. Tengo muy recientes en la memoria las maravillosas comidas y cenas que hacíamos en casa de Loli y Jose, o en la nuestra, que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, y en las que no dejábamos de reír durante ni un solo segundo, fuera a costa de lo que fuera, normalmente a costa de los años cumplidos por Pilar y Jose. Loli le cogió enseguida el truco a Pilar, y puedo decir con autoridad que los regalos que le hacía siempre le han encantado.

He celebrado con Pilar veinte cumpleaños, ni uno más, ni uno menos, y de los veinte guardo algún recuerdo, alguna sensación, alguna alegría o alguna pena, si no estaba en casa, como ocurrió varias veces durante los años en los que trabajé fuera de Madrid. Una pena efímera, porque sabía de sobra que el fin de semana llegaría la celebración multitudinaria del acontecimiento. Han sido veinte cumpleaños llenos de regalos, de besos, de agradecimientos, de llamadas telefónicas, de felicitaciones, de abrazos y de felicidad. Han sido también veinte cumpleaños llenos de flores.

El primer año que Pilar celebró su cumpleaños conmigo, cuando apenas habíamos empezado a salir, se las arregló para insinuarme que le encantaban las orquídeas. Aquello marcó una costumbre que ha perdurado hasta el final: el regalo de flores. Las primeras orquídeas, que hacían su aparición en su cumpleaños, en San Valentín, en el día del Pilar y en cualquier otra ocasión en la que se me ocurriera, dieron paso a las rosas, a los ramos de flor variada y, en una ocasión, a un ramo de tulipanes que no nos duró ni tres días. En Navidad, siempre había en casa una flor de pascua, la mayor parte de las veces adquirida por su madre. El ritual era siempre el mismo: Pilar se emocionaba al recibir el ramo, y después me pedía que me subiera al sofá a coger el jarrón que teníamos en la zona más alta de la librería. Un poco de agua, y el ramo presidía la mesa durante todo el tiempo que duraba. La forma de recibir el ramo también era casi siempre la misma: lo encargaba en la floristería de turno, y se lo enviaban a casa a media mañana, normalmente con una tarjeta mía en la que le decía una de esas frases, más o menos cursis, que se suelen decir cuando se regala un ramo de flores.

Estés donde estés, Pilar, te deseo que pases un feliz cumpleaños.

miércoles, 18 de febrero de 2009

El amigo hipopótamo


Eramos jóvenes, maduros, trabajábamos, los dos teníamos un sueldecito (bastante más alto el de Pilar que el mío, todo hay que decirlo), estábamos empezando una relación... Pero sobre todo, y por encima de todo, éramos novios, y ya se sabe que los novios, a pesar de todo lo anterior, hacen muchas tonterías, “muchas tontunas”, como nos decían nuestros mayores, y la historia que voy a contaros hoy no es más que eso, una tontuna, una de esas “regresiones a la infancia” que solo tienen los enamorados. Los recién enamorados, para matizar un poco más la cuestión. Seguro que a todos vosotros os ha ocurrido alguna vez algo parecido.

El caso es que solíamos frecuentar bastante también el VIPS de López de Hoyos situado en la zona de López de Hoyos antes de cruzar la M-30, en un amplio bulevar en el que se puede aparcar en batería si es que tienes la suerte de encontrar sitio. No había día que entráramos VIPS sin salir con alguna chorrada, ya fuera en forma de libro, en forma de cinta de casette (eran otros tiempos. No existía el mp3 ni nada que se le pareciera), en forma de cd o en forma de esas chorradas que solo venden en el VIPS, tipo lamparita en forma de cerdito, bolso en forma de caja de caudales y muchas otyras de las que ahora no me acuerdo, pero que si vais a un VIPS sabréis identificar perfectamente.

En el VIPS sufrió Pilar por primera vez mi marcada tendencia a la compra compulsiva de libros de todo tipo. Por aquel entonces comenzaba Taschen su andadura de libros de pintores a precios irrisorios, y cuando yo no me compraba uno de Magritte o de Escher, me lo regalaba Pilar al día siguiente. Pilar me perdonaba un vicio que después, con el paso de los años, me afeaba con esa delicadeza suya que la caracterizaba. Si al principio jaleaba, e incluso contribuía a alimentar esa obsesión mís por el aspecto y el olor del papel impreso, llegó un momento en que cada vez que me veía llegar a casa con un libro, me regañaba, más que nada porque cada vez teníamos menos sítio en casa para colocarlo.

Pero en fin, no adelantemos costumbres y actitudes a las que ya les llegará su momento en este blog. Un buen día, en una de las zonas del VIPS dedicada a todo tipo de articulos (juguetes, casettes con forma de coche americano, botes de Coca-cola que bailaban, trajecitos de lagarterana...), apareció, colgado sobre nuestras cabezas, un gigantesco hipopótamo de color verde claro, confeccionado con una especie de lona ligera, de más de un metro de largo y de cerca de un metro de alto. Una mole, vaya, con una cara más o menos graciosa gracias a unos enormes ojos de plástico que le conferían una mirada simpática. Nada más verlo, Pilar emitió una exclamación de admiración. La verdad es que, los primeros días, todo el mundo se quedaba mirando al verdoso hipopótamo. Ahora es muy normal ver en las tiendas de juguetes tigres, jirafas y elefantes de peluche de gran tamaño, pero en aquella época era toda una novedad.

Estuvimos bastante tiempo viendo aquel monstruo, y cada una de las veces, Pilar decía que era muy bonito. Su expresión se hacía cada vez más triste, o eso nos parecía a nosotros. Supongo que era porque todo el mundo lo miraba, pero nadie lo compraba, por su descomunal tamaño, unido al hecho de que el bicho cuestión costaba la friolera de quince mil pesetazas. Una salvajada, pero por aquel entonces los chinos todavía no habían arrasado el mercado de los peluches con sus buenos precios.

Creo que fue para su primer cumpleaños, o para el día del Pilar, o simplemente porque se me cruzó un cable, pero el caso es que un buen día, un sábado, me pasé por el VIPS de López de Hoyos para comprar el puñetero hipopótamo. Lo peor no fue soltar las quince mil pesetazas (una quinta parte de mi sueldo) sin que apenas me temblara la mano, ni esperar en el centro de un corrillo de espectadores a que un par de empleados bajaran aquella mole del techo con la ayuda de una escalera. Lo peor fue recibir el hipopótamo de manos de aquellos empleados, cogerlo en mis brazos, atravesar el VIPS bajo la sonriente mirada de los privilegiados que estaban allí contemplando a un hipopótamo llevar a otro hipopótamo bajo el brazo y, sobre todo, meterlo, literalmente a presión, en el asiento del conductor de mi Peugeot 205, proporcionándoles un espectáculo gratuito a todos los que en aquel momento paseaban por el bulevar, que eran bastantes debido al buen tiempo que hacía aquella tarde. De camino a casa de Pilar, me paró un guardia, y al comprobar que lo que él había tomado por un pasajero con un vestido verde con la cabeza pegada al parabrisas, era en realidad un enorme hipopótamo, empezó a reír sin poder contenerse.

La segunda parte vino cuando bajé del coche, cogí a la criaturita y, con ella en brazos, llamé al portero automático de mi novia. Recé para no encontrarme con nadie, pero justo a esa hora debieron de dar la salida, porque seis o siete vecinos corearon con gracia mi aspecto de vendedor de peluches a domicilio. Pilar se entusiasmó al recibir el hipopótamo en sus brazos. Por suerte, su relleno Era muy ligero, como pudimos comprobar en las ocasiones posteriores en las que al bicho le daba por irlo soltando, y se podía manejar más o menos bien. Pesaba poco, pero abultaba mucho, y era muy complicado abarcarlo con las manos. Después de barajar diversas opciones, Pilar decidió colocarlo en un rincón de su dormitorio, como un mueble más. Eso es lo que era. Un mueble. Un mueble inútil, porque ocupaba lo mismo, pero no servía absolutamente para nada.

El entusiasmo inicial de Pilar se fue enfriando a medida que tenía que ir cambiando el hipopótamo de lugar para poder acceder a los diferentes armarios. Con el tiempo, la alegría que nos había proporcionado aquel bicho se fue transformando en aburrimiento ante su presencia. Todo al principio es belleza, pero hasta la belleza aburre si se contempla todos los días.

El hipopótamo recuperó algo de su importancia inicial cuando Sergio empezó a corretear por la casa. Le gustaba tirarse de cabeza contra el hipopótamo, aún a riesgo de partirse la crisma si por una casualidad del destino fallaba la trayectoria. Jugaba con el, de una forma tan vehemente, que en una ocasión le arrancó uno de sus grandes ojos de plástico. Empezó así la decadencia de nuestro querido hipopótamo.

Nunca supimos exactamente lo que le ocurrió a nuestro amigo. Le llevamos a Granada, a un piso que compramos en el 91, y cuando vendimos el piso, allá por el 2000, nuestro pobre hipopótamo se quedó allí. Había dejado de gustarnos, por aquello de lo descomunal de su tamaño, pero tampoco nos atrevíamos a tirarlo abiertamente, por aquello de que nos recordaba nuestros comienzos como pareja y la alegría con la que lo habíamos recibido entre nosotros.

En fin, que todo fluye, nada permanece, y que en un momento dado se pueden hacer tontunas que después, al recordarlas, despiertan una sonrisa.

miércoles, 11 de febrero de 2009

El hombrecito del frac




Aparte de nuestras andanzas con el pulpo y el ribeiro, al poco tiempo de empezar a salir descubrimos un pub nuevo, situado al lado de la calle Añastro, en las cercanías del Elkes. Se trataba de un local bastante grande, lleno de dependencias aisladas, bastante oscurito para nuestro gusto, que era básicamente lo que buscábamos, y con música de los ochenta, de esa que nunca morirá. Nos gustó mucho. Los primeros días venía a saludarnos el mismo dueño del local, un individuo bastante curioso, parecido a Jose Luis Uribarri, pero en una escala más pequeña. Debía de medir como un metro cincuenta o algo así, y casi siempre le vimos de smoking o frac, muy elegante, algo que no nos cuadraba mucho ni con la música ni con la estética de la gente que frecuentaba el local, pero bueno, nos gustó, y nos apalancamos, como era nuestra costumbre cuando nos agradaba algún lugar en concreto.

El bar se llamaba “Yuppi”, “Chupi”, o algo así, no lo recuerdo. Fue en ese pub donde, apenas un par de semanas después de empezar a salir, Pilar sintió la necesidad de sincerarse conmigo, y me contó que había tenido algunas relaciones antes de lo nuestro, cosa que le agradecí, por el arranque de sinceridad que tuvo al contármelo, pero que en realidad no me importaba en absoluto. Yo le conté también mis sublimes y patéticos noviazgos anteriores, nos reímos un rato, y nos olvidamos para siempre del tema. Creo que resultó positivo que ambos hubiéramos tenido experiencias previas, porque nos ayudó a encajar mejor el uno con el otro prácticamente desde el primer momento.

En esas estábamos, confesándonos mutuamente nuestros escarceos amorosos por esos mundos de Dios, cuando la miniatura de Uribarri se acercó a nuestra mesa. “¿Qué tal, chicosss?”. Lo pronunciaba así, dilatando la “s”, como esas locutoras de radio que parece que silban cuando hablan. Después de alabarle nosotros las excelencias del local y la comodidad de sus mullidos sofás, el hombre pareció querer entrar en algo más de profundidad, y nos preguntó que donde vivíamos, que qué nos apetecía más de beber, que cuales eran nuestros aperitivos preferidos, a todo lo cual le íbamos contestando con nuestra educación habitual (eso es algo que siempre hemos tenido Pilar y yo, excepto cuando una situación surrealista nos ha obligado a perder los estribos), y con una sonrisa de oreja a oreja. El buen hombre, que era el colmo de la amabilidad al principio, y que supongo que lo que estaba haciendo era un estudio de mercado tipo Burger king, similar al de esos hipermercados en los que la cajera te pregunta tu código postal, fue distanciándose cada vez un poco más a medida que el local se le iba llenando cada tarde de clientes. Clientes que, para nuestra sorpresa, eran cada vez más jóvenes.

Nunca sabremos lo que le mosqueó a aquel hombre de nosotros. Pudo ser el hecho de que Pilar y yo nos tiráramos toda la santa tarde con una Coca-cola cada uno (que por cierto, eran bastante baratas). Pudo ser también, lo he pensado alguna vez, que nuestras excesivas efusiones amorosas (nos enganchábamos el uno al otro en un fuerte beso desde que nos sentábamos hasta que nos levantábamos para irnos, con las esporádicas pausas necesarias para darle un trago al vaso, o para comernos un puñado de aperitivos) le parecieran poco procedentes, sobre todo si tenemos en cuenta la cada vez más incipiente juventud y gregarismo de los otros clientes, que se reunían en grupos como mínimo de cinco o seis personas. Pudo ser también que aquel hombre fuera una especie de precursor de los actuales gorilas que no te dejan pasar a un local por mucho que te maquees, y que quisiera para su clientela una estética bastante más llamativa que la vestimenta de after-normal que solíamos llevar Pilar y yo, y sobre todo yo. No lo sabemos, ni lo sabremos nunca, pero el caso es que, a medida que pasaban el tiempo y las semanas, dejamos de escuchar ese “¿Qué tal, chicosssss?” tan entrañable de los primeros días, y de la sonrisa, el pequeño Uribarri pasó a una tensa frialdad que, por supuesto, nos hubiera importado un carajo si no hubiera estado acompañada de un bajón tanto en la calidad como en la cantidad de los aperitivos que nos servía personalmente aquel buen hombre.

Al principio, motivo por el cual decidimos que aquel era un buen lugar al que acudir, nos sacaba platitos de ensaladilla rusa, boquerones en vinagre, aceitunas, anchoas sobre pimiento y un trocito de pan, y hasta platitos de anacardos, un fruto seco que por aquel entonces comenzaba a conocerse por estos pagos, o eso creíamos nosotros. A medida que se iba enfriando la relación, desaparecieron los aperitivos. Otra de las razones que se me ocurren para que el pequeño Uribarri empezara a racanear es que en realidad ya se había hecho una clientela, y nunca se encontraba con el local vacío, incluso, y eso es un mérito que hay que reconocerle a aquel pub, los días de diario, cuando el resto de locales estaban más tristes y solitarios que un tablao flamenco a las diez de la mañana. Suele ocurrir con todos los bares y restaurantes que en el mundo han sido. Tienen un periodo de subida y otro de bajada, de decadencia, de “rise and fall”, que dicen los ingleses. Eso ocurre mucho con los restaurantes a los que acuden los obreros de la construcción. Incomprensiblemente, el dueño del local, cuando ya lo tiene lleno todos los días, empieza a bajar la calidad, para sacarle más pasta al negocio. Un suicidio comercial que nunca he entendido, pero que se suele dar con bastante más frecuencia de la que sería deseable.

El caso es que los anacardos, la ensaladilla rusa y las anchoas fueron sustituidos, sin ningún miramiento, por un insignificante platito de panchitos, y no de la mejor calidad, precisamente. La naturaleza de aquellos panchitos, cada vez más revenidos, era directamente proporcional al desapego del dueño, que dejó de acercarse por completo a nuestra mesa. Nuestros últimos días en aquel lugar los pasábamos, abrazados, eso por supuesto, observando las idas y venidas de aquella especie de maestro de ceremonias, que disfrutaba con la espectacular subida de su negocio sin importarle un carajo los clientes más antiguos. La gota que colmó el vaso se produjo una tarde en la que nos colocó delante dos coca-colas, sin el hielo ni el limón acostumbrados, y ni siquiera se dignó a traernos el miserable plato de panchitos rancios al que ya nos habíamos acostumbrado (a la fuerza ahorcan, que se dice por ahí). Pilar y yo intercambiamos una simple mirada, como siempre, nos tomamos las coca-colas casi de un trago, pagamos y nos fuimos, a la búsqueda de nuevos horizontes en los que se pudiera picotear de un modo más abundante.

Como ya era nuestra costumbre, jamás volvimos al pub “Yuppi”, “Chupi” o como quiera que se llamase aquel local.

martes, 3 de febrero de 2009

Dos ribeiros y una de pulpo


Al día siguiente, Pilar se presentó con abrigo blanco muy elegante, y nada más verme me soltó un beso. Nos cogimos del brazo y nos dirigimos hacia la calle Zurbano, sin rumbo fijo, a la búsqueda de algún bar para tomar algo. Resulta curioso, recordándolo ahora, que no estuviéramos cansados en absoluto, a pesar de trabajar los dos en aquella durante casi diez horas diarias, hasta las siete o las siete y media de la tarde. No nos importaba en absoluto. Quedábamos todos los días, y nos movíamos por la zona de Santa Engracia y calles aledañas, porque la zona en la que trabajaba Pilar, la colonia del Viso, estaba bastante despoblada de pubs y bares para comer algo.

En Zurbano descubrimos un pub cerca de la embajada inglesa, creo recordar. Nos sentamos y pedimos algo de beber, mientras Pilar me contaba que en su trabajo le habían descubierto enseguida en la cara que estaba saliendo con alguien. “Maite, nada más verme, me lo ha dicho: qué contenta se te ve hoy”. Pilar era muy expresiva, todos los que la conocisteis lo sabéis de sobra. Se le notaba enseguida, sin que dijera nada, si estaba molesta, alegre, radiante, triste o simplemente aburrida. Mientras me contaba aquello, su cara reflejaba exactamente la misma expresión que le había descubierto la tal Maite aquel mismo día por la mañana. Disfrutaba rememorando el momento en el que su compañera había descubierto que tenía algo que contar. Finalmente, se había visto obligada a dar explicaciones, y les dijo a sus compañeros que estaba saliendo con un chico bastante simpático.

A aquellas alturas, después de más de dos meses de relación, prácticamente nos lo sabíamos todo el uno del otro, al menos en lo que se refería a circunstancias laborales, familiares y lúdicas. Había llegado el momento de conocernos un poco mejor, pero la verdad es que los primeros días hablábamos bastante poco, por no decir nada. Nos fundíamos en interminables besos y arrumacos, como si quisiéramos recuperar el tiempo perdido.

Pilar me llevó uno de aquellos primeros días, una tarde en la que me había llevado el coche, a un bar que todavía existe, el “Elke´s”, en la calle Añastro, un lugar en el que preparaban unos zumos de muerte, en copón gigante, con los ingredientes que quisieras. Resulta curioso que muchos de nuestros amigos de aquella época y posteriores respondían con un “Ah, sí, el Elke´s”, cuando les hablábamos de la panzada de zumos que nos dábamos un día sí y otro también. Si nos habíamos quedado con hambre, nos metíamos entre pecho y espalda un cruassán relleno de jamón y queso en una cafetería situada un poco más arriba en la misma calle.

Otras veces nos quedábamos por la zona del Canal de Isabel II, y más concretamente en un bar regentado por una pareja gallega situado en una de las calles perpendiculares a Santa Engracia. La historia de este bar es bastante curiosa. Normalmente, nada más vernos, a eso de las siete o las siete y media, nos íbamos a un pub, a tomar un par de coca-colas o unas cervezas, y a eso de las diez, las diez y media y en algunas ocasiones incluso las once de la noche, nos presentábamos en el susodicho bar, con más hambre que un par de lobos, para pedirnos, y esto creo que fue desde el primer día, una ración de pulpo a la gallega.

Al principio, la mujer, que era la que cocinaba, no hacía ningún gesto, pero al repetirse la jugada durante tres o cuatro días, empezó a mostrar su fastidio, supongo que por tener que ponerse a preparar una ración de pulpo a la gallega a tan altas horas de la noche, y un día de diario, además, en el que normalmente el local estaba vacío o con los últimos parroquianos. Recuerdo que sentíamos algo de remordimiento ante los cada vez más manifiestos gestos de fastidio de la mujer, pero como nos gustaba mucho el pulpo a la gallega, volvíamos cada día. “Buenas noches. Dos ribeiros y una de pulpo a la gallega, por favor”, era nuestro saludo al marido –en realidad no sabíamos si eran marido y mujer, pero como en el noventa por ciento de los locales regentados por gallegos es esa la costumbre, decidimos que aquel bar no iba a ser menos-. El marido miraba entonces a su mujer, con ojillos de cordero y una sonrisa dibujada en los labios, y era entonces cuando ella bufaba, muy leve los primeros días y descaradamente después. Tardaba poco en preparar la ración de pulpo, y menos nosotros en devorarla, sin intercambiar a penas una palabra, ni entre nosotros ni entre tan entrañable pareja. Terminábamos de bebernos el vino, pagábamos religiosamente, y hasta el día siguiente. Una vez, mientras arrancaba el coche, observé a través del espejo que la pareja salía del bar y echaba el cierre, lo que me terminó de concebir la idea de que realmente estaban deseando que nos fuéramos para descansar. No por ello dejamos de acudir a nuestra cita diaria. El pulpo a la gallega que preparaba aquella mujer estaba de muerte. Hasta que ocurrió lo que ocurrió.

Pilar y yo contábamos esto como anécdota, para justificar lo radicales que podíamos llegar a ser cuando algo no nos cuadraba. El caso es que, un buen día, llegamos al bar de los gallegos, como tantas otras veces, y como tantas otras veces, pedimos los dos ribeiros y la ración de pulpo a la gallega. El marido miró a la mujer, como siempre, pero en esta ocasión, la buena señora no bufó, como era su costumbre. Sonrió a su vez, y nos dijo “no me queda pulpo”. Pilar y yo sentimos que algo se hundía bajo nuestros pies. ¡!No le quedaba pulpo!!. Sin decirnos una palabra, sabíamos los dos lo que estábamos pensando. “Pues nos vamos”, le dijimos al hombre. “¿Cómo que se van –dijo la mujer-. Tengo otras cosas. Lacón con grelos, codillo con cachelos... Hoy he preparado una empanada de zamburiñas que está de muerte”. Nada. No hubo manera. A pesar de que los platos que nos nombraba aquella desesperada mujer estaban tan buenos o más que el pulpo a feira, como pudimos comprobar años más tarde durante nuestra estancia en Santiago de Compostela, estábamos tan dolidos en aquella ocasión por no haber podido cenar nuestro pulpo, que abandonamos el local sin ningún tipo de complejo. Y no fue eso lo peor. Lo peor fue que jamás volvimos. No me preguntéis porqué. Supongo que el atontamiento que producen los primeros días, meses y años de noviazgo en algunos casos, tuvo bastante que ver con aquella drástica decisión, pero la cuestión es que jamás volvimos a aquel bar, del que a día de hoy ignoro por completo si todavía existe.

Y fue una pena, porque aquel pulpo a feira estaba de muerte, os lo aseguro