En este caso no tengo ninguna duda en lo que se refiere a la fecha, ni en lo que se refiere a todo lo demás. Ocurrió el fin de semana del 22 de Junio de 1991. Nada más terminar de trabajar, recogí a Pilar y nos largamos en el coche a Granada. Habíamos reservado habitación en el hotel París, situado en el centro de la ciudad. Un hotel con mucho encanto, con corrala, patio tipo andaluz, y su fuente correspondiente en el centro. El hotel estaba regentado por una mujer mayor, con gafas, morena, con una amabilidad que derrochaba sin ningún remordimiento. Ella misma nos llevó a la habitación, decorada con muebles, cuadros y objetos antiguos. El suelo era de tarima ajada por los años, de esa que rechina al andar sobre ella. Nos encantó el lugar. Al año siguiente, cuando el hotel había sido comprado por la cadena NH y la mujer amable había desaparecido, volvimos allí. En aquella otra ocasión, nos metieron en una habitación desde la que se escuchaba, como un vendaval, la máquina encargada de refrigerar el recinto, pero esa es otra historia que conviene mejor olvidar.
Durante la mañana del sábado nos dedicamos a deambular por Granada. Ya conocíamos perfectamente la ciudad. Yo desde niño, y Pilar poco después, aunque no con tanta profundidad como yo. Nos dejábamos llevar por nuestros pies, lentamente, paseando. No teníamos ninguna prisa. Entramos en varias tiendas de la Alcaicería, con ese sabor a medina árabe inconfundible. Entramos en la catedral, nos dejamos embaucar por una gitana que rápidamente le colocó a Pilar un clavel en la mano que después pretendía cobrar a precio de oro, y finalmente desembocamos en una librería situada junto a la puerta de la catedral. El vendedor, un individuo grueso con aspecto bonachón, nos enseñó las últimas novedades, entre las que destacaba una edición facsímil de la primera edición del Romancero Gitano de Lorca, con ilustraciones del propio autor. Ni que decir tiene que Pilar se encariñó tan rápidamente con aquella joya, que no nos quedó más remedio que comprarla. En ese sentido, Pilar era muy clara. Si un libro le entraba por los ojos, ya era suyo.
Con nuestro cargamento de libros (yo también compré unos cuantos que hablaban de historias y anécdotas de Granada) y recuerdos de la Alcaicería, nos dirigimos a Chiquito, un restaurante que hace esquina, situado en una manzana de casas justo enfrente del corte inglés. Después de comer, al hotel, a dormir la siesta. Mientras Pilar dormitaba, yo le leía poemas del Romancero Gitano. Cuando acababa uno, y pensando que estaba dormida, intentaba cerrar el libro. Ella abría un ojo, me miraba, y decía “¿qué haces? Venga, léeme otro”. Así pasamos la hora de la siesta. Como podéis comprobar, nos estábamos tomando el día con una parsimonia y una laxitud que apabullaban. Por aquellas fechas, mediados de junio, el calor en Granada empezaba a ser importante, y nosotros intentábamos, de manera consciente y porque no nos apetecía otra cosa, no movernos demasiado, para no sudar. Todo lo que os he contado transcurrió en un espacio de no más de medio, a lo sumo un kilómetro de diámetro.
Cuando se fue acercando la hora, empezamos a vestirnos. A veces he pensado que parecíamos dos toreros colocándonos el traje de luces. Pilar se enfundó un vestido que se había comprado en Mallorca, unos zapatos muy elegantes, y una chaqueta fina de color claro. Yo me puse unos zapatos de color marrón, un pantalón de vestir de color claro, y (ahora llega el momento de agarrarse los machos), no os lo perdáis, una camisa de seda de color verde oscuro. De seda verde, os lo juro. Y puedo aseguraros que, en aquella época, las camisas de seda de cualquier tono estaban consideradas como el summun de la elegancia, aunque a día de hoy a algunos les cueste creer algo así. No recuerdo bien quién me la regaló. Posiblemente fuera la misma Pilar. Lo que sí recuerdo es que una camisa de esas costaba por aquel entonces siete mil pesetas, más o menos.
Tomamos algo rápido en un bar situado cerca del hotel, y nos encaminamos, con un brillo de felicidad en la mirada, a lo que había motivado aquella salida de fin de semana.
“Sueños flamencos”, de Cristina Hoyos, se representaba la noche de aquel sábado en el teatro del Generalife. Atravesamos la Alhambra como no lo habíamos hecho nunca, de noche, iluminada, y sin ese enjambre de turistas que acostumbran a visitarla cada día. Las pisadas de los que tuvimos el privilegio de asistir al espectáculo, sobre la gravilla del camino que conduce de la Alhambra al Generalife, se escuchaban tranquilas, a ritmo lento, como degustando por anticipado el placer que nos esperaba.
Pilar caminaba cogida de mi brazo, recordando de vez en cuando los poemas de Lorca que le había leído por la tarde. Estaba contenta. Muy contenta. Ese es otro aspecto muy arraigado en la personalidad de Pilar, y los que la conocisteis bien sabréis de sobra de lo que hablo. Pilar se ponía contenta si la persona que estaba a su lado estaba contenta. Le bastaba con eso. Era a mí a quien le gustaba Cristina Hoyos, pero había sido ella la que había sacado las entradas y la que había organizado el viaje. Cuando me lo dijo, yo me llevé una gran alegría, pero ella se la llevó al verme a mí alegre. Así era Pilar. La he visto en innumerables ocasiones disfrutar con algo que nos gustaba a mí o a su hijo, o a una amiga, o a sus padres, tanto o más que si le gustara a ella.
Y comenzó el espectáculo. Bueno... Qué decir del espectáculo. Se trataba de Cristina Hoyos. Si algo siento muchas veces en la conciencia, y lo siento de verdad, es que todos esos que aplauden hoy a rabiar las tonterías de Joaquín Cortés o Sara Baras, van a pasar por la vida sin haber apreciado en lo que vale, por desconocimiento absoluto, el arte de bailarines tan grandes como Antonio Gades o Cristina Hoyos. Arte con mayúsculas, y dicho por alguien que no siente una especial predilección por el flamenco. Pero cristina Hoyos no es flamenco. Es algo más.
Al finalizar cada número, Pilar me miraba, entusiasmada ante lo que estaba viendo. Disfrutamos los dos como poseídos por el espíritu de Lorca, que se destilaba en cada uno de los movimientos de las manos de la bailaora. La noche, perfecta, el cielo, estrellado, el entorno, magnífico, el arte de Cristina, mágico. ¿Qué más se le podía pedir a una noche?. Que estábamos los dos juntos, viviendo un momento de emociones a flor de piel que duró dos largos días.
Después vinieron otras muchas noches en Granada, pero ninguna otra como aquella. De hecho, aquel fin de semana metió en mi cabeza la idea de comprar algo para institucionalizar los fines de semana en Granada, craso error por mi parte, como ya os relataré cuando llegue el momento.
Volvimos a Madrid como siempre, alegres por lo que habíamos vivido, tristes porque se había terminado, y un poco más unidos en esa trayectoria vital que habíamos decidido tener juntos.